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Philippe Claudel

Encuentro con Philippe Claudel

(Domingo 28 de septiembre de 2014)

Las nubes convocan una sombra lívida en el mapa de las veredas. Las primeras gotas caen lentas y humedecen las callecitas de Palermo. Camino rápido con la valija y llego temprano al hotel. Toco el timbre. Entro y pregunto por Philippe Claudel. El recepcionista me dice que no está. Me alarmo. Cómo que no está, pienso. Pido permiso para instalarme en el lobby.

No hay nadie en el bar. Una luz gris humedece las mesas y los sillones. Unos pequeños focos amarillos cuelgan del techo y rompen la monotonía de la sala. Desparramo la valija y el bolso negro y me recuesto en el mullido sillón violeta.

Al rato escucho que alguien murmura algo en francés. Me aproximo a la recepción. Es Philippe. Digo su nombre en voz alta. Gira su cabeza. Philippe se sorprende. Dice mi nombre completo y levanta la mano. Firma los papeles en la recepción.

Yo vuelvo al sillón violeta y siento los caballos de mi corazón. Philippe camina hasta mi sillón y trae consigo a su esposa y a una joven de rasgos asiáticos. “Fabián”, dice, “ellos son mi esposa y mi hija”. Yo estoy paralizado. Mi dominio de la lengua extranjera es escaso. Respondiendo a un mecanismo ancestral, estrecho las manos de ambas. Los ojos de la hija de Philippe se clavan en mi memoria. Y ya no me abandonarán.

Philippe se despide por un momento y sube a la habitación.

Suena mi celular. Es el escritor argentino Gabriel Bellomo. Habíamos quedado en encontrarnos con Philippe Claudel en el hotel Esplendor. Me dice que estaciona el auto y que ya llega.

Las nubes se empecinan en el cielo. El agua repercute con su ritmo sincopado en el vidrio grueso de la ventana.

Philippe baja solo. Su esposa y su joven hija asiática han quedado en la habitación o en algún rincón del hotel.

Veo a Philippe sentado al lado y pienso en Almas grises, en el hermoso cinismo de sus personajes. Las cabelleras de los árboles exteriores y frágiles se agitan por el viento y siento que la lluvia carraspea en la ventana y no lo puedo creer.

“Bueno, aquí estamos”, arranca Philippe en un inesperado español. “En Argentina dicen “aquí”. Y en España dicen “acá”. Qué raro”. Nos reímos. Es la frase justa para que podamos distendernos. Gabriel deja que la tapa de la novela Almas grises salga de un sobre marrón. Luego levanta el libro y lo enarbola como si fuera un trofeo. Philippe sigue el movimiento pausado de Gabriel y menciona el nombre de la editorial que publica sus libros en español: “¿Sabían que los dueños de Salamandra son argentinos?” “No lo sabía”, le digo. “¿Hay muchas diferencias entre el español de Argentina y el de España?” “Ese es un gran problema”, respondo. “Nosotros leemos las traducciones que se hacen en España y no sentimos que nuestra lengua esté representada ahí.”

Philippe se acomoda en el sillón violeta. Es alto y estira las piernas por debajo de la mesita. Gira su cara y se pierde por un momento. Como si hubiera sido absorbido por el agua que corre, apacible, se queda prendado de la luz áspera y gris que le enciende la cara. La lluvia cae finísima como una lenta preservación de la melancolía. Philippe dice que esa lluvia le recuerda a París. Se detiene en la pronunciación de la letra ll. Comenta que los españoles dicen yuvia. “Y aquí dicen shuvia. ¿Cómo es eso?” Está impactado con los matices de la lengua y se ríe.

Mueve sus manos suavemente, como si sus manos fueran la expresión de su corazón. Es un hombre efusivo. Nada de eso conlleva, en él, la negación de la mirada crítica y del pensamiento reflexivo. Valentina, la hija de Gabriel, le pregunta si es de París. “No, yo no soy de París”, dice, “soy de Lorena. París es otra cosa. Los parisinos son arrogantes y se creen el centro del mundo. Lorena es una zona en el límite con Germania. La Germania está muy cerca de nosotros. Por eso Lorena tiene que ver con la guerra. La guerra es parte de la historia de mi región, el Este de Francia: yo fui educado cerca de los campos de batallas. Yo jugaba en los antiguos agujeros de los cañones, en las trincheras. Todavía hoy encuentro cañones, bombas, pedazos de cascos de la guerra del 14 cuando paseo por los bosques.”

La lluvia sigue. Y Philippe sigue. Habla de su condición de provinciano. “Los parisinos son muy arrogantes, como los ciudadanos de Boston. A mí no me gusta Boston. Se creen el centro del mundo. “Son aristocráticos”, le digo. “Sí”, dice, y mueve la cabeza. “Algunos porteños son arrogantes”, agrego. “Bueno, ese es el problema de muchos países. Los que viven en las capitales se creen el centro del mundo”. Gabriel lo mira y asiente. Yo también lo miro.

El escritor Gabriel Bellomo está conmovido. Lo veo en el agua suave que derraman sus ojos y en el movimiento pausado de sus manos. Imagino que siente una afinidad intelectual y ética con Philippe. Gabriel acomoda su cuerpo delgado y le pregunta si le gusta Buenos Aires. “No he podido ver mucho”, dice Philippe. “Estuve tres días y después me fui a Uruguay. Hoy estoy en Buenos Aires y mañana vuelvo a Francia.”

Valentina lo mira atentamente. Sabe que tiene a un gran escritor al lado y casi no lo puede creer. Está subyugada por las palabras del francés que habla en inglés como si fuera de otro país.

Gabriel le pregunta por su proceso creativo. Le dice si empieza sus novelas con imágenes. “Sí, las imágenes disparan la escritura. Una película comienza con una imagen. Y las novelas también.”

El agua no cesa. Y la alegría crece entre nosotros como agua que fluye entre los dedos. De repente, Philippe se envalentona. Nuestro encuentro no es una entrevista. Pero él, entrenado en el arte de la conversación, saca de su galera mágica una serie de ideas que encienden la palestra.

Yo me doy la vuelta y veo que la hija de Philippe se sienta en el banco alto de la recepción. Philippe mira a su hija desde lejos. “Mi hija tiene dieciséis años”, cuenta. “Es vietnamita”. Gabriel gira su cabeza y se detiene en un punto fijo. “¿Cómo surgió la idea de escribir La nieta del señor Lihn? “Durante años tuve la imagen de un hombre refugiado que llega a un país desconocido con una beba en sus brazos. Esa imagen la tuve durante mucho tiempo.” “¿Y por qué elegiste que fuera vietnamita y no africana?”, le pregunto. “Yo quiero mucho los países de Asia: Malasia, Vietnam y muchos otros. Yo he viajado mucho por esos países”. Veo, de reojo, a la delgada hija de Philippe y pienso: su hija es la nieta del señor Lihn. Desde que él es padre empezó a pensar en escribir una novela sobre una niña vietnamita. La experiencia de ser padre lo modificó. Ya nunca más pudo dejar de pensar en otra niña que no fuera una beba asiática.

Pero no puedo decirlo. Es un rayo que me atraviesa la mente.

Me he evadido por un instante. Me he perdido en mis pensamientos. Retomo el hilo de la alocución de Philippe. Dice: “Hay un problema. La literatura no es una cuestión de inteligencia. La inteligencia puede generar problemas y malentendidos. Las ideas le hacen mal a la escritura. Por ejemplo, Sartre. Cuando uno lee sus novelas siente que hay ideas entre las palabras, entre los signos, y eso transforma y recarga a las emociones. Las ideas arruinan sus libros.”

Se distiende. Me pregunta por el lugar en el que vivo. Le hablo de Tucumán, de sus valles y de la inolvidable ciudad al pie del cerro. Philippe aspira y parece que se regodea con el aire fresco que circula por los valles. “¿Está lejos?” Muevo mi cabeza en señal de asentimiento. “Tucumán está lejos de Buenos Aires”, confirmo. “¿Viniste en avión o en ómnibus?” “En avión”, respondo. En ese momento no sé que mi vuelo será cancelado y que tendré que quedarme en la calle hasta el día siguiente.

Philippe toma aire y se da un respiro. “Cuando venía para acá, mi esposa me hizo una pregunta. Y yo no le puedo responder”. Hacemos silencio. Esperamos a que haga de nuevo la pregunta de su mujer. Me mira. Mira a Gabriel y a Valentina. Parece una puesta en escena. Philippe maneja los tiempos del cine. “¿Qué es el peronismo?”, dice. Yo miro a Gabriel y a Valentina. No sé qué responderle. Nos reímos. “Nadie lo sabe”, le digo. “Yo te podría hacer la misma pregunta.”

“El peronismo es una cosa amorfa”, dice Gabriel. “Y es la gran incógnita argentina”, agrego. Pienso en la frase de John William Cooke: “el peronismo es un gigante invertebrado y miope”. Pero no digo nada. Philippe escucha. Así como antes había hablado con fluidez, ahora se dedica a escuchar con una atención singular. Gabriel le da su versión del peronismo, una versión subjetiva y rápida, una perspectiva sobre los últimos cuarenta años de historia argentina. Valentina sigue la conversación en silencio.

Al rato, le pregunto si se va a almorzar con su mujer y con su hija. “Sí”, dice, “pero enseguida”. Se refriega las manos y gira su cara hacia la ventana del hotel. “Sigue la shuvia”, hace un esfuerzo en la pronunciación y se ríe. “¿Así es Buenos Aires?” Gabriel asiente. Yo me siento un poco incómodo. Desde que Philippe ha dicho que se iría a almorzar yo me siento un poco incómodo. No quisiera alterar sus tiempos ni sus planes.

“¿Hay buen vino en Tucumán?”, me mira. “Sí, de primer nivel”. Él se ríe. Y misteriosamente vuelve a Boston. No sé con qué lo conecta. Parece que quiere seguir la conversación, como si no quisiera que el encuentro se corte. Philippe tiene ganas de seguir la charla. Le muestro el manuscrito de mi última novela. Él repasa el anillado con lentitud y atención. “Si encuentro el tiempo voy a leerla con placer”.

“Me parece que es hora de irnos”, dice Gabriel. “Sí, sí”, digo. Philippe no se levanta. Se queda quieto, como si la lluvia lo hubiera absorbido. De repente, empieza a caminar. Levanto mi valija y la empujo por el estrecho pasillo del lobby. Gabriel y Valentina vienen detrás. Ellos lo saludan. Me quedo al lado de la puerta; Philippe se acerca. Yo le estiro mi mano. Él hace un paso adelante y me alcanza con sus brazos. Me abraza y me da un beso en la mejilla. La situación es absurda. Philippe es argentino. Y yo me he comportado como un sueco, con la áspera frialdad escandinava.

Salimos a la vereda y el agua cae, rotunda y gris, y humedece las baldosas irregulares de la vereda. El tintineo suave de las gotas enciende el aire. Philippe empuja la puerta y la mantiene abierta. Levanta su mano. Y me dice una frase que no entiendo. “¿Qué dijo?”, le pregunto a Valentina. “Dice que no dejes de escribirle.”

“Por supuesto”, digo en un murmullo. Philippe no me escucha, o creo que no me escucha. Una sonrisa agranda mi cara mientras empujo la valija y alzo el bolso negro y pesado. Giro mi cabeza. Philippe ha dejado que la puerta se cierre. Y luego pega su cara al vidrio grueso y transparente.

No es el adiós, pienso. Pero sí es la última imagen que tengo de Philippe Claudel.

Buenos aires, lunes 29 de septiembre de 2014


 Photo Credits: Dani Vázquez

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