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Dinapiera Di Donato
Photo Credits: Kevin Dooley ©

Encapuchados en el museo Metropolitano

Parece un programa de radio lo que se oye en la acera mientras me acerco a la boca del metro. Detrás del estante de los libros al aire libre donde noto que han dejado más biblias que de costumbre está un muchacho sentado sobre su campera viendo un video sobre el fin de los tiempos ya que un planeta invisible nos golpea por etapas. Primero toquecitos que mueven el piso y quiebran a los estafados de la tierra dejándolos a merced de los organizadores de la sobrevivencia. Luego el planeta no identificado arremete como manotazos por la espalda desajustando las aguas y abriendo la tierra, seguido de bofetones para soltar los dientes buenos, pero también los flojos, zonas careadas que ruedan porque nunca les alcanza el presupuesto para bocas de tormenta que desagüen o igual azota a regiones mejor preparadas para toda clase de imponderables. El muchacho apocalíptico sube el volumen: ahora viene el fin del fin. Como es indetectable, el planeta atacante, habitado por comedores de oro,  va despejando la tierra y la está partiendo hasta dar con todas las reservas auríferas. El muchacho detectó la gorra con bandera que lleva mi acompañante, nos grita: Cuidado Venezuela, ustedes están en la mira, por el control del arco minero no los dejarán tranquilos hasta que no quede sino piedra sobre piedra. Disimulo un escalofrío, apuramos el paso.

Una vez en la azotea del MET volvemos a encontrarnos a los chicos con camperas de capucha, replicantes de espuma de poliuretano  que participaron de la última cena. El artista la llama Teatro de las desapariciones. Todo luce como un sitio arqueológico de la vida horneada por una catástrofe donde los ensimismados o amanecidos dormían ya o estaban a punto de retirarse o de quererse. Nos faltan escobillas para empezar a limpiar y clasificar trozos. El huracán se alejó. El volcán duerme.

Mi sobrino juega con lo del aire cargado de presagios: el artista sufrió una abducción allá en su Rosario natal. Ahora contaminó a los curadores,  ha puesto en la cima del museo claves-objetos de los tesoros del mundo, dignos de no ser olvidados. Sobre todo los híbridos  y encapuchados que cargan con sus santos, entre los visitantes. Corremos las cortinas, hay una luz de eclipse, pronto cualquier forma se diluye, escapada por el tótem que incorpora el perfil de los rascacielos a la escena de la azotea. No es lava lo que cae y recubre, es plástico. Habrá que inventarse un final del objeto. El artista podría salar piezas, o congelarlas. Con técnica maestra las desaparece. Vuelve a descubrir leviatanes al fondo de la foresta. Al principio tomaba capturas de pantalla, casi a escondidas. Reanimaba lo virtual.  Hay etapas más o menos predecibles en la vida de un joven artista. La fase rarita, en la que cualquier expresión o silencio son desviados hacia la expectativa general. Hay dudas, enormes. Las del entorno se juntan con las propias. Qué corporación absorberá tu perfil, qué mecenas, qué fundación (quién me va a querer). El hijo, el nieto, el primo, el novio, el raro de la cuadra en realidad pudiera estar incubando un mal fin. Una mente inconclusa. No arte. Una adicción en ciernes, peligrosa para la economía familiar.  El raro deja de serlo el día que tiene el valor de irse a otra parte, más allá de sí, y de ellos.

El artista reubicó bellos durmientes en Parque Central. Un príncipe de las Cruzadas, al que se abraza la copia de la curadora de la instalación; una artista del siglo 19 malograda por una neumonía, cuyo monumento funerario se puede visitar en Florencia, Lizzie Boott Duveneck, amiga de Henry James, de cuando una mujer artista no era más que una pretenciosa frente a su destino, porque ahora la vulnerabilidad del cuerpo humano femenino ha aumentado y la artista sigue pretendiendo; un bebé y su cigüeña ritual, (tal vez como los que Lizzie pintaría en París en el taller Julian antes de irse a Florencia) faraones e hipopótamos y nutrias, sagrados, un cachorro de león, un gato, aves, cangrejos y máscaras, vajillas milenarias para  el velorio. El monumento funerario que hizo un esposo artista arruinado por la pérdida de Lizzie, llevó a veces mármol, pero otras láminas de oro. ¿El Príncipe del siglo XIII elegido entre tantas tumbas conocía tal vez alguna mina secreta?

Caminamos en un videojuego, me hace ver mi sobrino, se busca  la ciudad-fragmento perdida. Cita a Ito Naga: Je sais qu’il faudrait chaque jour une pression amicale…  (Sé que haría falta cada día una presión amistosa…). Pero en realidad Ito Naga escribió: Sé que haría falta cada día una presión amistosa de la muerte.  En pleno fin de los tiempos jugamos al Arca de Noé, una angustia por el suelo anegado, por los escombros que tapian, por los lugares de la infancia en ruinas, el plástico se anima de reflejos dorados.

Sin venir a cuento, mi acompañante dice de pronto frente al árbol sagrado o tótem que no termino de identificar: les vamos a ganar las gobernaciones y así empezamos poco a poco a salir de ellos.


Photo Credits: Kevin Dooley ©

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