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fabian soberon
Photo by: Marketa ©

En Praga

La nieve abraza las ramas desnudas de los árboles. El silencio es enloquecedor. Un joven, desgarbado, pasa las páginas amarillas de su diario. Las rápidas palabras anotadas le astillan los ojos. Él, antiguo combatiente, no desconoce los fulgores de la batalla ni el orgullo inútil del soldado. Siente el lerdo fuego que crece en su corazón como único motor de la escritura. Mira hacia la ventana y descubre la sombra blanca de la nieve. Mira la foto apoyada en el aparador marmóreo y siente el acero de la nostalgia. No puede olvidar la cara huidiza de su madre.

Atrás quedaron los amargos días felices en la barcaza, su voz de médico insuperable, la barba rala de Fidel, los rostros cetrinos de los cubanos, los sueños acumulados en los ojos como banderas utópicas.

Él tiene, ahora, en la ciudad de Kafka, una misión. Pensar la economía próspera y el sueño embravecido del mundo. Él se siente el depositario de la utopía. Y no es para menos. Él es el portavoz de la revolución, de la energía juvenil, de las postales enardecidas del hombre nuevo.

En Praga, el joven pasa las hojas amarillas de su diario y anota unas pocas palabras. Son las anotaciones del día, las voces mudas de su yo.

Afuera, el blanco es el único color del mundo.

Un golpe seco en la puerta alta lo distrae. Una mujer, curiosamente ataviada, y unos niños pequeños, esperan.

El joven, con el paso suave y el raro aspecto de un burgués, abre la puerta. Ella lo abraza. Los niños lo miran como a un desconocido. En ese abrazo se cifran lo que él sabe y lo que no. Ya sabe que será el otro Guevara, el padre de la revolución, el de la foto inmortal, el de la negra barba inconfundible. No sabe que para sus hijos será el extraño hombre del sombrero de paja, escondido en una pieza de Praga, rodeado de miles de libros y envuelto por la nieve interminable.

El Che Guevara, distante, apacible, lejano, mira a sus hijos. Ellos no saben que él es su padre. Aleida, la madre, les dice que es un amigo. Y ellos, tranquilos, se van a jugar al rincón.

El Che se detiene, moroso, un instante, en el rostro de su esposa. Le da un beso en la mejilla y se desarma en la ventana hecha de nieve y silencio.

Luego se mira en el espejo. Tiene un sombrero de ala ancha.

No tiene barba. Ni bigote.

Por un momento sonríe. Lo demás es silencio.


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