Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!

En los caminos de Marcel Proust

En Marcel Proust, desaparecido un día de noviembre, siempre encontraremos, antes de que empiece a hablarnos sobre el amor, una pausa entre el acto de pensar la escena y la acción de proponérsela al lector: el llamado “espacio de tregua”. Un blanco, que resultó ser el tiempo imprescindible para escarbar desde su experiencia las escenas que él había perdido, y maquillarlas, a fin de cegarles del rostro cualquier arruga personal. Pues el autor no se comprometerá nunca con la pasión de sus personajes. Solo accederá a involucrarse como espectador, contándonos al oído el encuentro del taller, entre Jupien y el barón de Charlus, entrevisto desde la tienda contigua; o el que Mlle. Vinteuil escenifica con su amiga, tras una ventana de Montjouvain.

Y es que Proust vivió su obra en un terreno neutral: el tabique —casi tan delgado como el existente entre una tienda y otra— para permitirle solo escuchar y narrarnos, con la convicción de quien, por estar tan involucrado, se siente al margen de su propia historia.

Como la carrera que separaba en dos partes el cabello de las muchachas entonces y se perdía hacia la zona donde ese mismo cabello adoptaba la forma de una larga trenza, la geografía divide en igual número de lados a Combray: el lado de Méséglise la Vineuse, o El camino de Swan, y El lado de Guermantes. Dos lados, a los cuales Marcel tendrá acceso desde dos puertas opuestas de una misma casa. Dependiendo de la escogida, el autor nos paseará por un tipo muy específico de afecto. Ambas orillas signan entonces las dos vertientes de la preferencia sensual en Proust, porque a partir de ellas estalla una de las formas del amor.

El camino de Swan, corresponderá a los celos hacia Odette, por obstaculizar la materialización física del placer, que Marcel experimentaba al pronunciar el nombre de Swann. También hacia Raquel, tomada como la única imagen posible de competir con la suya, y cuya amistad con Saint-Loup estuvo siempre cubierta, pero no protegida, por la pasión entre ambos. Igualmente, cabe destacar aquí las humillantes descripciones de un Charlus, ya despojado del encanto que había seducido a toda una generación moldeada por el Romanticismo, al ser justamente él quien con mayor acierto encarne la parte que Proust rechazó de su propia naturaleza.

El lado de Guermantes será el bosque hasta la duquesa quien, a través del tiempo perdido, pasará por múltiples estados físicos hasta convertirse en mujer, pero desligada del objeto que uno imagina cuando pronuncia esta palabra. Ella será solo sustancia femenina, posible de derramar dentro del armazón de un vestido de Fortuny o proteger del sol con una sombrilla mientras camina a mediodía por el boulevard de Saint-Germain.

El mundo social de la vieja nobleza francesa y las fiestas en casa de la princesa de Parma cobrarán ahí sentido, cuando Marcel nos los cuente apoyado contra una columna del jardín. Pero su veracidad provendrá del artificio; porque este lado se corresponde con la máscara que ocultó el verdadero rostro del autor, durante la primera mitad de su vida. Y es que aceptar su homosexualidad requirió la sumatoria del coraje, manifestado únicamente en él a través de impulsos muy breves, dada su naturaleza un tanto débil que paradójicamente asombra sin embargo al lector, dada la fuerza inyectada a un texto escrito y vivido entre la tan amortiguada claridad de una habitación en penumbra.

Y mientras Marcel estrecha la mano del duque de Chatelleraut, en casa de la señora de Guermantes, diciendo: “más como yo no estaba ya enamorado de la duquesa, su reencarnación en un joven carecía de atractivo para mí”, el lector experimenta la misma sensación de extrañeza, de mezcla entre lo superficial y al mismo tiempo fugaz, del amor imantando los cuerpos en el Carnaval de Robert Schumann. Porque la Ernestina de Asch se mimetizará aquí, pese a la afirmación de Marcel, en la Oriana de Guermantes, y como aquella, también Oriana será objeto de amor por parte de un compositor que modeló sobre la página el lenguaje, tal cual Schumann abordó el pentagrama, es decir, “en función de sus fantásticas intuiciones, dejando que la pieza se estructure en completa libertad”.

Y lo será, aún en el sobresalto, tanto de Marcel como del lector, experimentado al escuchar de labios de la duquesa misma: “le digo que es una cochina” —refiriéndose al desamor de su sobrina Gilberta por Saint-Loup— al cierre de El tiempo recobrado. Este episodio no se contradice, sin embargo, con la imagen que el lector se ha tatuado, de una dama a la cual Proust erigió como sinónimo del amor ideal. En el fondo, ella también responde a la alegoría de la máscara. Su rostro permanece oculto a lo largo de la obra —el antifaz cubre en tanto dure el baile— pero al cesar la palabra y apagarse los últimos candelabros, Proust descubrirá a la verdadera Oriana. La pieza literario-musical encuentra así su forma; y el invitado, atento al otro lado del texto, confirmará sus dudas sobre la nitidez del cristal que, como un juego de texturas y personajes visibles solo con la luz del sol, compuso a la manera de los vitrales el cuerpo de la señora de Guermantes, y su reencarnación en todos los jóvenes a quienes el autor amó a lo largo de su existencia.

 

Bajo el reflejo de un cenador de glicinas

Las relaciones que Marcel establece durante su infancia, van a estar siempre signadas por el criterio de la escasez. El ritual del beso nocturno, exigirá entonces un preámbulo, que le permita al infante alargar el contacto entre sus labios y la mejilla materna. Ese “comienzo mental del beso” se proyectará sobre los seres orbitando en torno suyo. De ahí que el acto amoroso en sí pierda importancia, ante el placer producto de las situaciones que lo anteceden y preceden. Como un avezado escultor, Proust les preparará los rasgos del rostro a sus personajes para que se adecuen al tipo de enlace que irá a fundar con su escritura.

Así, la primera impresión conservada por Marcel de Gilberta es ambigua, pues existe contradicción entre el color del cabello y los ojos de su Gilberta y los de la Gilberta de Proust. Los primeros encuentros corresponderán consecuentemente a lo inalcanzable. La mujer se escurre, conserva las distancias —sea ella una campesina de Combray o la hija del señor Swann— aun cuando Proust nunca dejará mal a Marcel. Antes de desaparecer, la doncella le ofrecerá casi siempre un giño, “un ademán insinuante”, que le permita conservar la esperanza de “un porvenir dichoso” y “pedir” un poco más de amor, para colmar una carencia afectiva cuyo origen respondía a lo impositivo de las figuras masculinas familiares.

Y será, extrañamente, el amor anónimo por las muchachas de Combray el más misterioso, dado lo fugaz en la aparición de estos seres sembrados dentro de macetas puestas a asolear sobre el alféizar de muchas ventanas diferentes. Florecerán después o en medio de una crisis con Gilberta, Swann, Albertina, Saint-Loup, contrastando entonces con la exquisita sensibilidad del protagonista.

Ello es así pues Marcel, como narcisista, solo llegará a proletarizarse en el deseo, tal cual él mismo lo confiesa, al definirnos a la persona amada como “una superficie que le corta el paso y le hace volverse a su punto de partida”, es decir, espejo donde se refleja para amarse. Por eso no nos engaña al pretender camuflarse, diciéndonos que “nos gusta más nuestro amor al tornar que al ir, porque no notamos que procede de nosotros mismos”. Ahí Marcel miente, y él mismo se descubre cuando busca pasar a la acción de coleccionar mujeres “como quien tiene anteojos antiguos”; o al hablarnos de la proyección sobre ellas de “un estado de nuestra alma”, siendo lo importante, no el valor intrínseco de la mujer, sino “la profundidad de dicho estado de ánimo”.

Consecuentemente, todo el tiempo perdido que transcurre entre la infancia y la adolescencia del protagonista de la Recherche, y que incluye el paisaje vegetal pero fundamentalmente animal de Combray, el círculo familiar, los procesos experimentados por Odette de Crècy para dejar la crisálida y transformarse en Odette de Swann, y los encuentros con Gilberta sobre los Campos Elíseos cual terreno escogido por ambos para confrontar sus respectivas horas de juego, se amparará bajo el reflejo de un cenador de glicinas. Ese espacio en los jardines, cercado y vestido de plantas trepadoras, que aquí serán solo glicinas color violeta.

Ello, al ser este, el matiz más cercano al malva, que espejeó casi siempre las toilettes de Odette, y a partir de cuya descripción la mirada infantil de Marcel —pétalo caído, flor desojada en la falda de Odette, es decir, des-ojada como mirada, de los “minutos que mediaban entre las doce y cuarto y la una”, cuando acostumbraba hablarle, tras haberla acechado un buen rato a la entrada de la Avenida del Bosque de Bolonia— se poliniza como mirada adulta, sobre los pistilos del ramillete de muchachas (en) flor, que descubrirá, como había un día descubierto a Gilberta en el sendero de Tannsonville, dos años después, mientras aguarda a su abuela parado delante del Grand Hotel de Balbec.

 

El tintineo de la campanilla

El modo como “las cinco o seis muchachas (en) flor” comenzaron a discurrir ante Marcel, poniendo punto final al “espacio de tregua” mediado entre Gilberta y el arribo del protagonista a Balbec, adoptará inicialmente la consistencia de una mancha uniforme. La fecundación del ramillete, por efecto del polen que la mirada adulta va a disponer entre los pistilos, se hará ahí indistintamente.

Nuestro personaje dudará entonces de su capacidad para identificar el placer y asegurarse de la veracidad del deseo, al sentir atracción por todas las corolas, avanzando simultáneas ante un paisaje marino como extraído de un cuadro de Elstir. En la individualización paulatina de las flores que componen el ramillete, Marcel experimentará por primera vez amor sensual hacia lo femenino. Y al condensarse la mirada adulta, el insecto-amor ya no se posará entre los pistilos de todas las muchachas, sino que irá a estacionarse en la confluencia de los pétalos de la Albertina-flor, accesible inicialmente solo a través del mar, que Proust conservará desde ese momento como fondo y marco permanente en la obra.

El regreso de Marcel a París, la mudanza a un piso del Hotel de Guermantes donde ella será prisionera y fugitiva, la muerte de la abuela y el acceso al mundo Guermantes, permanecerán salpicados por el salitre del balneario que arrastra a Balbec hacia la costa normanda. Pero el mar no se borra sino que permanece suspendido, es decir, oculto en apariencia; como el fondo de esas esferas que solo nos permiten vislumbrar su contenido al invertirlas. Y él les dará varias veces vuelta cuando, habiendo hecho ya a Albertina prisionera, se angustie ante la posibilidad de que ella, en alguna de sus salidas por la ciudad, no vaya de compras sino a verse con una mujer.

Aquí Marcel disemina el cuerpo de Albertina convirtiéndolo en “un mar que, como Jerjes, queremos ridículamente azotar para castigarle por lo que se ha tragado”. Pero lo que Albertina engulle, no es más que la máscara concebida para velar la ambigüedad de deseos en el propio Marcel. Pues si la sexualidad de Albertina exige un cuerpo femenino, este se encontrará con el rostro al descubierto e indefenso para contrarrestar la urgencia de sus propios deseos. Por eso intentará conservarla prisionera; porque al Albertina perder gradualmente su libertad, la máscara de Marcel ganará en igual proporción consistencia y lo mantendrá, consecuentemente, a salvo de sí mismo. Contrariamente, a medida que Albertina se escurra del campo visual de Marcel y busque hacerse inaccesible, en esa misma medida el protagonista se verá expuesto y sin antifaz que lo encubra.

De este modo, el hombre siempre piensa a la mujer como al objeto más idóneo para manifestar sus cambios bruscos de temperatura. Porque la pasión ciega la verdadera textura del objeto amado, y lo que se ha excavado como recipiente para contenerla, no se amolda a la mujer real. Sobreviene ahí el enfriamiento, momentáneo, porque una vez observada, ella empezará a inscribirse en su pareja desvestida de cualquier elemento ideal.

Así, Albertina adquirirá auténtica consistencia a los ojos de Marcel cuando este caiga en cuenta de que la ha perdido. Albertina disparue es entonces la campanilla que sobresalta al autor y lo divorcia de la superficie de sí mismo; no solo en lo que a la tácita aceptación de su homosexualidad se refiere, sino en la visualización final del tiempo pretérito, existente entre su presente y el tintineo de aquella. Tiempo perdido, de donde Proust extraerá la materia prima con la cual moldear el contorno de los rasgos de todos sus personajes, evitando consecuentemente que el tiempo se retire del cuerpo antes de que tenga oportunidad de escribir todos sus recuerdos, es decir, de materializar la última manifestación del deseo.

Hey you,
¿nos brindas un café?