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enrique bernales
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En la ciudad de las buganvillas: diario de un viaje a CDMX durante el fin del mundo (IV)

Ciudad de México, Calzada de Tlalpan, sábado 14 de marzo 8:00 am

Una nueva mañana en CDMX. Las noticias del mundo eran desalentadoras, sobre todo el desastre humanitario que explotaría en la querida nación italiana, la patria de Dante, ya se iba gestando. Iba a encontrarme con Sue Mendoza, una amiga escritora que conocí en enero pasado, para participar en su programa cultural por Orbe Network. Hablaría un poco de la publicación Inmanencia del grupo homónimo que reaparecía luego de más de veinte años y cuyo objetivo era relanzar el colectivo poético que creamos con Florentino Díaz y Chrystian Zegarra en 1998 en Lima, Perú. Habíamos quedado en el Metro Eugenia y como hicimos en enero, caminaríamos desde allí hasta el estudio de televisión. Era una mañana soleada en Tlalpan. El desayuno en el cuarto piso era prácticamente el mismo, lo cual no estaba mal. Necesitaba mucho café como siempre, eso sí. Pensaba en que esta visita a CDMX era muy diferente a mi viaje en enero por obvias razones. Incluso pensaba que era posible que me costara mucho regresar a los Estados Unidos de América. En cualquier momento podían cerrar la frontera. Aunque, por ahora eso se iba a demorar dado que los Estados Unidos habían enviado a su población a hacer compras de pánico a México. Muchos productos estaban escaseando en los otrora territorios norteños acostumbrados a contar con todos los productos en cantidades excesivas. Estaba tranquilo, igual, no estaba en posición económica para comprar un nuevo pasaje a precio excesivo. Preparé mi bolsa, la llené con algunos libros, una botella de agua, una mascarilla, sabía que después de encontrarme con Sue, no iba a regresar al hotel. Salí. En general se observaba que la vida continuaba con tranquilidad en este lugar del planeta. Los mismos productos, las mismas trabajadoras sexuales, el mismo flujo de paseantes y compradores, la misma frecuencia en los trenes. Debo destacar que el metro de CMDX reserva una serie de vagones exclusivamente para mujeres y niños debido al acoso sexual, fruto del machismo enraizado en el país. Dentro, durante el viaje, no notaba nada diferente, las personas resolviendo sus asuntos con normalidad, perdidos en sus teléfonos. Después de una serie de cambios con otras líneas llegué hasta el Metro Eugenia, Sue me estaba esperando afuera de la estación. No nos habíamos visto en dos meses. Al salir no la encontré. Así que esperé. A lo lejos la divisé, vestía un conjunto blanco que le quedaba muy bien. Nos dimos un fuerte abrazo y nos saludábamos como solemos: “Hola, hermanito/a, ¿cómo has estado?” Nos encaminamos hacia los estudios de Orbe Network.

 

 

Ciudad de México, Narvarte Poniente, Benito Juárez, sábado 14 de marzo 4:00 pm

El programa con Sue salió perfecto. Con su otro invitado, Miguel Ángel, historiador y luchador amateur, conversamos sobre la importancia de la formación educativa de los estudiantes para crear una mejor sociedad. Además aproveché para piblicitar mi labor como escritor y difusor cultural con el grupo Inmanencia. Luego de tomarnos unas fotos nos dirigimos al café de al lado. Como es mi costumbre, pedí un chai latte, también nos acompañaba Roman, novio de Sue, y ferviente defensor de la política de AMLO con respecto a la pandemia de Coronavirus. En eso coincidíamos perfectamente. La tarde se pasó muy rápido entre chai y una conversación entretenida donde afloraron temas muy candentes como las compras de pánico, la metáfora del papel higiénico, el neoliberalismo y la importancia de que Latinoamérica mantuviera una autonomía científica para evitar ser dominados por los laboratorios estadounidenses; lo cual significaba fortalecer los laboratorios cubanos, por ejemplo. ¿Por qué el mayor bien por poseer en estos tiempos es el papel higiénico? Había muchas posibles respuestas. Una que yo expresaba con mayor lógica era que el capitalismo se alimentaba del miedo de la gente y en una situación atemorizante como ésta, actuábamos irracionalmente, realmente cagándonos de miedo, entonces la necesidad de comprar el papel higiénico reflejaba el deseo de controlar algo que estaba fuera de nuestro poder y que tenía un origen biológico. Desde niños nos han enseñado a controlar nuestros excrementos. El control de nuestra caca es una forma de pertenecer a un mundo civilizado, de ser parte de una sociedad, digamos, occidental. No ser capaz de controlar los excrementos significaba ser distinto, ser un salvaje, un sucio, un asqueroso. El miedo a cagarnos encima de los pantalones es uno de nuestros grandes miedos, está asociado al nivel de control de nuestros cuerpos, de disciplinarnos. Uno de los requisitos para entrar a las escuelas es que los niños puedan ir solos al baño y no cagarse encima. Cuando tenía siete años, estaba en segundo grado de primaria, quería ir al baño, pero el profesor no me dejó y me cagué en los pantalones, fue horrible. Hasta el día de hoy algunos de mis excompañeros de colegio me molestan con que una vez en segundo grado me cagué. Durante mucho tiempo me perturbaba la idea de volver a ese momento de mi vida o que otros me lo recordaran. Me he cagado encima más veces a lo largo de mi vida, pero eso es motivo de otras crónicas. Ahora, volviendo al papel higiénico, el hombre occidental y en particular el estadounidense quiere controlar algo irrefrenable, una mierda que puede salir en cualquier momento: los fondos de jubilación, las hipotecas, un mundo en el que millones han construido una seguridad muy frágil, en mi opinión. Mientras escribo estas palabras recuerdo el video que un amigo me reenvió por el WhatsApp. En él se ve a un hombre dominicano frente a una pantalla, en ella se transmite el video hecho por un trabajador sanitario, quien recorre algunas de las calles de Manhattan donde se muestran camiones frigoríficos, luego logra ingresar a uno de los hospitales. Allí en un amplio salón, decenas de cadáveres esperando para entrar en los camiones, en bolsas negras como si fueran desechos, basura. Papel higiénico, seres humanos desechables en bolsas negras como si fueran basura, significantes del capitalismo, significantes de un mundo en pánico, un mundo que nosotros mismos hemos construido: nuestra propia miseria.

Estaba cansado, salimos del café. Me iba hacia Coyoacán nuevamente, pero no hacia la Cineteca. Esta vez iba al mismo centro de esa colonia, para tomar algo y comer mientras sentía ese calor humano, mexicano que tanto me hace falta, vendedores por todos lados, parejas besándose en las bancas, bares y restaurantes repletos de comensales. El sonido del agua de la fuente de los Coyotes. En fin, la vida misma siguiendo su curso, su hermoso curso. Román y Sue nos llevaron a Miguel Ángel y a mi hasta la estación de Centro Médico de la línea 3 que va hacia Coyoacán. Allí nos separamos y quedamos en estar en contacto por el Messenger del Facebook y por WhatsApp. Estaba fascinado por saber más de las historias de Miguel Ángel como luchador amateur. El viaje en metro fue muy tranquilo, alguno que otro pasajero con mascarilla, pero todos en general inmersos en los teléfonos. Tenía mucha hambre, caminé por las calles hermosas de Coyoacán, con sus flores y sus árboles, unas más amplias que otras. Al llegar a la Plaza, me recibió una explosión de gente, adultos mayores, jóvenes, niños, vendedores de todo tipo de productos, mucha, mucha bulla, autos, buses, taxis, espectáculos de cómicos ambulantes, artistas de la calle. Me perdí por alguna callecita, entré a una taquería, pedí unos tacos de arrechera y una cerveza Victoria. Estaba feliz.


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