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daniel campos
Photo Credits: Dylan T. Moore ©

En Filadelfia con Mou

Después de doce años sin vernos, nos reencontramos en la principal escalinata interior del Museo de Arte de Filadelfia. Al vernos, nos sonreímos, nos dimos un breve abrazo y empezamos a conversar. De inmediato me sentí como si el tiempo no hubiera pasado.

Antes Mou tenía el cabello largo, trigueño y ondulado, pero ahora se lo corta por los hombros y deja que sus canas se confundan con el trigo. Pero sus ojos azules, casi translúcidos, siguen igual de intensos. Y nuestra empatía sigue intacta. Es una de esas amigas con las cuales la afinidad permanece a pesar del tiempo y la distancia.

Fuimos compañeros de posgrado en estadística en Pensilvania hace muchos años, ¡tantos! Formamos un buen dúo. Hacíamos los trabajos en equipo y estudiábamos juntos para todos los exámenes. Yo tenía ingenio para imaginar la solución de problemas conceptuales pero me daba pereza detenerme en los detalles algebraicos, gráficos o de cálculo. Ella era una maga con los detalles matemáticos y muy disciplinada. Cuando yo empezaba a divagar, ella me enfocaba.

Mou jugaba lacrosse y había sido atleta universitaria en Johns Hopkins. Yo jugaba al fútbol y aún lo hacía bien. Ella entrenaba, yo sólo jugaba. En realidad, éramos muy diferentes. Ella era organizada, activa, eficiente y muy científica. Yo era lento, distraído, filosófico con tendencias poéticas y la llevaba suave. Pero siempre congeniamos. Ella se reía mucho de mí, de mis distracciones y despistes, como el domingo de hielo y nieve en que fui hasta el campus a estudiar solamente para descubrir que no llevaba mi libro ni mis apuntes. Yo me reía de mí mismo. En eso estábamos de acuerdo.

Ella siguió en el doctorado en estadística mientras que yo salí con la maestría y busqué otros caminos. En cinco años ella ya era doctora. Yo cambié montones de veces de rumbo hasta que recalé en Filosofía.  Cuando yo apenas empezaba de nuevo a estudiar, Mou ya tenía un buen puesto de investigadora en Duke. Ella era una línea recta entre dos puntos, yo una espiral desarrollándose lentamente.

En medio de mis búsquedas, Mou se casó con Tim, a quien había conocido en Pensilvania. Estuve en su boda en Filadelfia. Luego nació su hija, Lyra. La conocí bebita y la tuve en brazos en Carolina del Norte, la última vez que nos vimos. Pero la chiquita nació con problemas congénitos del corazón y en una de sus múltiples cirugías, falleció. Cuando Mou me lo contó por teléfono, se me contrajo la garganta y me brotaron lágrimas. El duelo fue difícil para ellos. Pero sanaron, la Vida continuó y los bendijo con Axel y Jonah.

Apenas nos reencontramos en el museo de Filadelfia, Mou me llevó donde estaba Tim con su hijo Jonah y su sobrina, Sara. Hacían un juego de búsqueda, un scavenger hunt, diseñado para niños. El juego consistía en visitar las distintas áreas del museo para buscar objetos como cascos de caballeros medievales, bolas de cristal o búhos tallados en madera. Los chiquitos se divertían y Mou les ayudaba a leer el mapa, orientarse en el museo, llegar a las salas indicadas y encontrar los objetos. Les hablaba a Jonah y Sara con ternura. Yo la miraba y pensaba: «Esta es mi querida Mou, cuidadosa, cariñosa y eficiente». Encontraron todos los objetos. No faltó ni uno. Cuando faltaban solamente dos y los chiquitos desfallecían, ella los animó y completaron la búsqueda. Yo me hubiera dado por vencido.

Después del museo cenamos y tertuliamos. Cuando nos despedimos en la estación de trenes de 30th Street, le di gracias a Mou por su amistad. Y mientras aguardaba en silencio el tren de regreso a Manhattan, le di gracias a la Vida por Mou.


Photo Credits: Dylan T. Moore ©

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