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esteban ierardo
Photo by: Antonio Giardiello ©

En Auschwitz

Al levantarnos muy temprano en Cracovia, cae una lluvia delicada. Nos encaminamos hacia el punto de partida. Allí resuenan muchas voces en español, como no habíamos oído antes en la ciudad al sur de Polonia.

Una de las guías polacas asignada a nuestro grupo nos anticipa el plan: el sitio que visitaremos será en dos partes. Durante mucho tiempo he leído sobre ese lugar. Paredes de alambrados, una reja en la entrada, el preludio de un cartel cínico: “El trabajo os hará libres”; y en el centro la densa presencia de los pabellones que esconden la locura.

Con Laura nos ponemos los audífonos para oír a nuestra segunda guía polaca, Olesia. Una mujer de algo más de cuarenta años, fina, delgada, de un español no perfecto pero suficiente para entender su narración de lo inenarrable.

Trasponemos la entrada.

Comienza entonces nuestra visita dentro de la primera parte del campo de Auschwitz que hoy funciona como museo. Luego iremos a Aschwitch-Bierkenau, la segunda parte de la travesía.

Para las aves y plantas, el día de la invasión del ejército alemán a Polonia habrá sido un día más. Pero no para la historia de los humanos. La invasión fue el 1 de setiembre de 1939, el comienzo de la segunda guerra mundial. Pero unos días antes, el 23 de agosto, la Alemania nazi, a través de Ribbentrop, su ministro de Relaciones Exteriores, y de Mólotov, su par de la Unión Soviética, firmaron el Tratado de no agresión germano-soviético. Algo impensable: una hermandad entre enemigos. Una cláusula secreta disponía la futura participación de Polonia luego de su ocupación por ambos países. Alemania primero avasalló Polonia con una maquinaria de guerra muy superior a un ejército que todavía confiaba en los bríos de su caballería. Ocurrió lo inevitable. Y luego la Unión Soviética clavó la puñalada final a la presa.

Los alemanes consolidaron su dominación. Entonces, vino el eclipse de la tierra polaca entre la ocupación y la mancha siniestra de los campos de prisioneros y de exterminio.

El 20 de enero de 1942 al suroeste de Berlín, en la Villa Gross Wannsee, se celebró la conferencia de Wannsee sobre el Endlösung, “la solución final”. En la reunión participaron, entre otros, Reinhard Heydrich, jefe de la Gestapo, y Adolf Eichmann, principal organizador de las deportaciones. En esta reunión de hora y media se acordó la intensificación del uso del gas para ahogar en un dramático sopor final a millones de judíos, y otras víctimas, de toda la Europa ocupada.

Y nos adentramos en las salas en las que se apiñan 110.000 zapatos, 3.800 maletas de cuero, cientos de anteojos deteriorados, 470 prótesis, dos toneladas de pelos. Pertenencias, vestigios, huellas de las más de un millón de personas asesinadas entre 1940 a 1945, en la fábrica del exterminio compuesta por 150 edificios y chimeneas de Auschwitz. Todo hoy compone un tétrico museo, un mostrador continuo de la barbarie organizada. Pocos sobrevivieron a la industria de muerte perversamente calculada.

Lo que recorremos no puede reducirse al ver inmediato. Por eso, siento que debo unir lo visto con el eco de lo imperdonable. No puedo evitar entonces transfigurar lo observado. Sobre los muros robustos y mustios distingo los cuervos que flotan sobre un quejido que nunca cesará hasta el fin de la visita.

Veo a niños de ropas desgarradas y pañuelos que les cubren las cabezas frágiles y en pena; veo los perros y los ojos vacíos de los guardias SS; los kapos y los sonderkommandos, ciertos prisioneros cómplices de sus carceleros por la motivación, vana, de sobrevivir; veo  quienes llegan en los trenes, los niños, adultos, ancianos de corazones ya arrancados, hacinados, aterrados, degradados en la estrechez miserable de los vagones que parten de la Europa del miedo y la sangre; los veo gritar en su soledad entre las brumas contaminadas del gas y la crueldad.

Y veo a un hombre demacrado, de mirada compungida, quien me pide que me acerque. Me sabe extranjero, por eso seguramente me dice en inglés con acento polaco: Don’t forget Witold Pilecki sad so. No olvides que Witold Pilecki lo dijo.

Pilecki. Ese nombre me acompañará, mientras Olesia es muy cuidadosa en su trabajo. Al poco de escucharla, comentamos con Laura que lo suyo no es solo una guía repetida mil veces. Nos habla desde otra parte. Pone mucho empeño en que no nos extraviemos entre los grupos que van y vienen en angostos corredores.

Y quizá porque Olesia lo sabe por su experiencia, o porque vio en nuestro grupo una tendencia a olvidar la tragedia, recuerda que en el lugar donde estamos no se admiten selfies. Y es increíble porque, poco después, veo a una joven, posando con una angelical sonrisa junto a un macizo paredón mientras el que supongo es su pareja o un amigo, fotografía su instante de “felicidad” entre la presencia apabullante de los muertos.

Pasamos frente al Paredón 10 donde Josef Mengele perpetraba sus experimentaciones con gemelos, y otras torturas. Pero estaban otros, como Friedrich Entress, aficionado a diseccionar a personas vivas sin anestesia hasta asesinarlas al final con una inyección de fenol en el corazón. La compañía Bayer envío también sus médicos a Auschwitz para elaborar un analgésico experimental.

Pasamos también frente al Bloque 11, antro de torturas indecibles, de condenados a muerte por inanición, de la primera prueba del gas Zilykon B con prisioneros soviéticos, en el que el sacerdote católico Maximiliam Kolbe se ofreció a morir en lugar de una mujer y su hijo. Juan Pablo II lo canonizó en 1982.

Y entre ambos bloques llegamos al Paredón de ejecuciones. Unas velas encendidas y unas flores recuerdan a los asesinados. A unos pasos, una horca. En ella murieron muchos prisioneros políticos. Y veo a alguien junto el patíbulo a mi costado. Lo reconozco…

Y Olesia nos indica que en esa horca colgó el cadáver de Rudolf  Hoss, jefe del campo entre 1940 y 1943, destituido por un supuesto amorío con una prisionera política austríaca. Él fue el que creó el lema “el trabajo os hará libres”, y el que introdujo el Zyklon B para los asesinatos masivos en las cámaras de gas. Luego de finalizada la guerra fue capturado y enviado a Cracovia, donde se le juzgó y condenó a morir en la misma horca donde tantos murieron bajo sus órdenes. En prisión se le permitió escribir unas memorias, en la que admitió que “Auschwitz se convirtió en la mayor instalación de exterminio de seres humanos de todos los tiempos”.

Olesia insiste en que la estrategia en Auschiwtz era persuadir a los prisioneros recién llegados de que su destino era la reclusión y el trabajo. De haber sabido su verdadero destino hubieran estallado rebeliones difíciles de sofocar. A su vez, nadie de los 700 miembros de la SS conocía toda la dinámica letal en el campo. Cada uno se encargaba de un asunto específico, sin un conocimiento del conjunto; cada uno era una pieza de un eficaz dispositivo de la muerte.

Nuestra guía nos relata también la historia de tres mujeres recién llegadas al campo. Al darse cuenta de lo que realmente pasaba, se rebelaron. Le sacaron su arma a un guardia. Lo mataron. Pero su valor, claro, no fue suficiente para liberarlas de la noche atroz. También, en una ocasión, un grupo de niños llegó al campo sin sus padres. No cumplían las órdenes. Desafiaban a los guardias. No pudieron torcer tampoco la injusticia asesina.

Al llegar al campo se separaba a quienes eran enviados a su rápido final y quienes eran elegidos para el trabajo esclavizado. El trabajo forzado en Aschwitz y otros campos estaba relacionado con la industria militar, metalúrgica y minera. Auschwitz Monowitz se abrió en 1942, y pertenecía a la empresa alemana IG Farben, dueña de la patente del pesticida Zyklon B.

IG Farben construyó la Planta química Buna, una fábrica para producir caucho sintético y caucho (del carbón) en Auschwitz. IG Farben tenía también su propio campo de concentración en el que murieron alrededor de 30000 personas; muchas otras fueron enviadas a las cámaras de gas. En su punto de productividad pico, en 1944, IG Farben esclavizó a 83000 prisioneros. Después de la guerra, sus directivos fueron juzgados en los Juicios de Nuremberg. IG Farben no desapareció después en la posguerra. Sus empresas sucesoras hoy son Agfa, Bayer, Basf y Hoechst. Y aun siguen la marca Boss (Hugo Boss diseñó los uniformes de las SS); o Wolkswagen con su auto escarabajo construido por incitación de Hitler y con mano de obra esclava; y muchas otras empresas de oscuras complicidades nacionalsocialistas.

¿Y cómo era la dieta de los cautivos en los campos?, alguien le pregunta a Olesia. La respuesta es que los prisioneros sobrevivían con tres comidas por día. Medio litro de agua, café o té en la mañana; un litro de sopa con patatas, harina de centeno, y otros ingredientes, de pésimo gusto, difícil de digerir, en el mediodía; y 300 gramos de pan negro para la noche con salchicha, margarina, mermelada  o queso.

Pero en la práctica, además de todos los muertos en las cámaras de gas, muchísimos perecieron víctimas del frío, enfermedades, malnutrición, trabajo forzado extenuante, el cuerpo ultrajado hasta lo insoportable.

Olesia se esmera en darnos precisiones que parecerían no interesarle a muchos de nuestro grupo. Se los nota cada vez más dispersos. La polaca agrega que cada prisionero era ubicado en alguna categoría de prisioneros políticos: testigos de Jehová, expatriados, socialistas, criminales, homosexuales, gitanos. Las letras eran la nacionalidad, todos con su número marcado, y los judíos, además, con un triángulo amarillo.

Pero quienes nos acompañan en la visita muestran algún nuevo interés cuando nuestra guía narra la historia de su compatriota Stanislawa Leszczyeíska, la llamada Partera de Auschwitz. Luego de ser recluida en el infierno, ayudó a las prisioneras en alrededor de 3000 nacimientos, en barracones atestados de ratas y piojos, anegados y fríos. No había calefacción ni colchas. Amamantar era imposible. Las madres estaban desnutridas. El resultado: solo 30 nacidos en el campo sobrevivieron. Los que mostraban características “favorables” como ser rubios y de ojos azules eran enviados a orfanatos en Alemania, para ser criados y adoctrinados en la ideología del régimen y seguramente nunca supieron su verdadero origen.

Y volvemos a la entrada. Ya sabemos que es momento de ir a Aschwitz-Bierkenau. Descansamos y subimos a nuestro micro. Pienso cada vez más en Pilecki, mientras el hombre que me pidió que no lo olvidara me despide, misterioso, a la distancia.

Arrancamos y le hablo a Laura de Pilecki.

Pilecki era un valiente militar polaco, que en la posguerra sería fusilado por los comunistas por su amor a la independencia de su país. Durante la invasión alemana, con sus hombres destruyó varios tanques alemanes. En la Varsovia ocupada fue el cofundador del Ejército Secreto Polaco, incorporado a la Armia Krajowa, el Ejército Nacional Polaco. Fue el único que se propuso como voluntario para ser prisionero en Auschwitz cuando era un secreto lo que pasaba allí. Se dejó capturar para ser espía dentro del campo. Una vez prisionero, organizó una red clandestina (ZOW, sus siglas) para distribuir alimentos y noticias del exterior, tareas de inteligencia, y entrenar grupos para colaborar con la resistencia polaca, cuando los Aliados se decidieran a atacar para liberar el campo.

Ya desde octubre de 1940 había un importante flujo de información desde Auschwitz hacia Varsovia, y de ahí al gobierno polaco y a los Aliados, con muchos adelantos de lo que sería el informe Pilecki.

Para la primavera de 1942, el ZOW ya tenía 1000 miembros, entre hombres y mujeres, de distintas  nacionalidades distribuidos entre Auschwitz y los subcampos. Hasta incluso llegaron a construir un receptor de radio, que tenían oculto en el hospital.

Pilecki creía que los Aliados recuperarían el campo en una operación militar contundente. Nada de eso pasó. Cuando se convenció de ello, decidió escapar con dos camaradas. Si los capturaban se suicidarían con cianuro. Pero lograron evadirse. Y una vez en Varsovia, todo lo que vio en los campos de la locura sirvió para la redacción de “El exterminio en masa de Judíos en Polonia ocupada por Alemania”, documento de la República polaca en el exilio, enviado a la Sociedad de las Naciones. Ya todos los sabían, los Aliados, incluso el Papa. Pero no hicieron nada.

Otros también escaparon y lanzaron la alarma, e hicieron su informe como el de Rudofl Vrba y Alfred Wetzler. Alrededor de 900 prisioneros lograron escapar gradualmente  de Auschwitz.

Y Laura me pregunta:

– ¿Pero los Aliados no tenían ni siquiera un plan para atacar y liberar a los miles de prisioneros? Un plan que por alguna razón no se pudo llevar a cabo.

– Siempre decían que no tenían suficiente información y que hubiesen sido operaciones de pocas posibilidades de éxito. Quizá no les interesaba mucho salvar a esas personas-, le contestó.

Y a través de la ventanilla del micro compruebo que llegamos a destino. El día ahora pincela el cielo con tonalidades claras y radiantes. Pero no puedo con mi  imaginación y veo que todo está cubierto por la nieve. Los cuervos vuelan en una danza lenta, espectral. Los copos nevados caen sobre la entrada que trasponemos. Ahora sí vemos la escena icónica hoy reducida a postal. La imagen esquilmada de su dramatismo originario: la vía de tren, y al fondo el muro, cerca de las cámaras ominosas. Y un hombre delante, de espaldas, espera que avancemos…

Un nuevo tren llega desde Hungría. Las personas maltratadas en los vagones apestados, en viajes de varios días sin agua ni comida. Seguramente ya olvidaron sus nombres. Solo les queda imaginar alguna esperanza al fin del crujido mecánico de los rieles.

Y veo bajar las madres, los ancianos, los niños. Los niños. Sé que uno se llama Petr Ginz y que una vez hizo un dibujo de la Tierra vista desde la Luna, que hoy se llama “Paisaje Lunar”. Y el hombre de espaldas camina hacia adelante, mientras los niños siguen a sus madres. Una ráfaga de viento quiere advertirles que se acercan al abismo.

En Auschwitz-Berkenau, donde estamos, como en los otros campos, las funestas jornadas diarias se envolvían en acordes musicales. La función de la música y la orquesta de los campos todavía se discute. Su presencia hizo que algunos visitantes extranjeros, en escenas hábilmente preparadas, se fueran con una opinión positiva sobre su funcionamiento. Pero detrás del montaje, amplificados por megáfonos, se propagaban las canciones que los trabajadores tenían que cantar al ir y volver de sus faenas esclavizadas. Se tocaba música durante las ejecuciones; o durante la llegada de los trenes de las deportaciones para ahuyentar temores y que nadie sospechara el final inminente, y así no pusieran resistencia en su marcha hacia las cámaras letales.

Con Olesia llegamos hasta la única cámara de gas sobreviviente. Las demás fueron destruidas por los alemanes, para que no fueran descubiertas por los soviéticos que avanzaban sobre el campo. Los homicidas querían ocultar su infamia.

Y Olesia nos narra esa ignominia: los que no eran seleccionados para trabajar, tenían un solo destino. Para seguir con la farsa de la llegada a un campo solo de trabajo, se les ordenaba que se desvistieran para ducharse e higienizarse. Además de desnudarse, dejaban sus pertenencias en el vestidor donde, les decían, después las recuperarían. Las cámaras podían contener hasta 3000 personas. Al sellarse las puertas, se dejaba fluir el Zyklon B por las aperturas del techo. Se esperaba entonces 25 minutos. Por una mirilla se comprobaba la ausencia de actividad. A los cadáveres  les extraían pendientes, anillos, dientes de oro.

Los sonderkommandos retiraban los cuerpos y los llevan a los crematorios. Por las bocas de las chimeneas serpenteaban entonces las estelas de humo. Las cenizas de la masacre.

Dentro de las cámaras, nos rasguña lo inexpresable. Los gritos y súplicas no se disuelven ni siquiera cuando volvemos afuera, entre los terciopelos de una mañana tibia y trasparente. El riel luce como una serpiente quieta e infame, de escamas de un dolor pegajoso, indisoluble.

El polaco que lo sabía todo, que lo dijo todo, mira los rieles, un cuervo roza su cabeza. Y por Olesia nos enteramos de que cerca de las cámaras se encontraban pabellones en los que estuvieron alojados miles de gitanos. Las madres y los padres fueron muriendo. Solo quedaron los niños. Unos cuatro mil. En dos días, en las cámaras los gasearon a todos. Cerca también, visitamos el pabellón de los niños. Laura se emociona ante los dibujos para animar  a los chicos que sobreviven en las paredes, que fueron permitidos por los carceleros.

También nos enteramos de un pabellón dedicado a la prostitución, para premiar a los que mejor trabajaban. Los guardias y empleados vivían en pabellones apartados. Muchos se dedicaban al robo clandestino de las pertenencias dejadas por las víctimas, lo que era tolerado por las autoridades del campo.

Con Olesia hablamos sobre algunos de los prisioneros más renombrados en Auschwitz. Aquí estuvieron, entre otros, Ana Frank luego enviada a Bergen Belsen; su padre Otto Frank; la monja y mística católica Edith Stein; el famoso Primo Lévi, autor de Si esto es un hombre; Víctor Krankl, que en su cautiverio elaboró las bases de la logoterapia formulada en El hombre en la busca de sentido.

Todo lo que experimentamos debe impeler la reflexión. El racismo catalizó las acciones homicidas nazis. Como buena parte de las ideologías totalitarias el racismo es una falsificación, una distorsión de la realidad. Las razas no existen. Son una creación mítica de los nacionalismos y de la concepción de superioridad de unos sobre otros. La supremacía y pureza de la raza aria pregonada por Hitler y sus esbirros, es una ficción que sustentó la manipulación de todo un pueblo para construir un Reich de mil años. Quienes pertenecían a las razas “inferiores y corrompidas”  debían ser dominados o exterminados. Se apelaba a la biología de la pureza racial desde lentes pseudocientíficas. Justamente los mapas genéticos biológicos estudiados hoy por la biología celular son lo que demuestran nuestra uniformidad orgánica: todos pertenecemos a una sola especie, a la humanidad como un gran sujeto colectivo único. Los fanatismos nos dividen y encienden la violencia que deshumaniza.

Y vamos abandonado Auschwitz-Bierkenau.

El sol brilla nítido, pero solo veo un cielo plomizo, del que se desprende la nieve. Los cuervos planean sobre los rieles, brotan de los vagones. Y el valiente polaco mira hacia lo alto, como si quisiera atravesar las nubes. Sí Pilecki, lo sé, estás implorando o maldiciendo, estás recordando tus días de ametralladora en mano, de tu coraje chorreándose de tu boca en un grito de combate, con ese deseo tuyo de hacer estallar la barbarie.

Y en las calles de la ciudad bañada por el Vístula, después de volver a Cracovia, te veo frente al río, y te escucho con claridad: se los había dicho todo, pero no lo evitaron. Sí, amigo Pilecki, lo sé. Los Aliados miraron para otro lado, prefirieron no ver de frente al abismo. No afrontaron la verdad terrible, en el momento justo.

Y veo de nuevo los vagones sobre los rieles, la nieve y los cuervos, y escucho los gritos desde la soledad, las voces desde el infierno. Esa tumba de la noche helada, desde la que llega ese dolor, el que nunca termina.


Photo by: Antonio Giardiello ©

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