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Adriana Mora
cronicas barcelona

Barcelona tiene magia (Parte II)

Que empiece la fiesta

Ser de Gràcia en Barcelona es un orgullo, aunque algunos no entiendan el sentido de pertenencia que genera ser de ‘pueblo’ o haber vivido en él. A los tres días de llegar a la ciudad dejé la habitación de mi amiga para instalarme en la tercera planta de un edificio renovado en la calle Gran de Gràcia, la más importante de la Vila de Gràcia, el corazón del barrio, porque aquí los barrios también tienen su centro. Desde el balcón de mi piso podía ver el desfile de Sant Medir, una vieja tradición que se celebra cada marzo donde una cabalgata acompañada de grupos musicales va lanzando una lluvia de caramelos a su paso. Aunque si de festividades se trata, no hay en toda la ciudad una más colorida que la Fiesta Mayor de Gràcia, la reina de todas las fiestas, acordándome ahora de una canción del Gato Pérez “… Gràcia es el rey de todos los barrios, de la fiesta y del sabor”. ¡Y tant!.

Las ciudades son distintas en verano, parecen otras, exactamente igual a alguien que viene del frío a pasar unos días en la costa y cambia el abrigo por el bañador y hace de las noches una fiesta permanente. En España de junio a agosto los días son más largos pero las empresas trabajan menos, empieza a anochecer a las nueve y el sol calienta de verdad, se abren las terrazas de los bares, hay cine al aire libre en el castillo de Montjuic, la gente se toma las playas y se realizan varios festivales musicales como el Sonar. En agosto el verano llega a su punto más alto, hay que darlo todo porque es el último mes, la faena diaria se detiene mientras el comercio se va de vacaciones, los chiringuitos de la playa están a reventar, hay más turistas y más calor, yo celebro mi cumpleaños y el barrio de Gràcia su fiesta mayor.

Durante cinco días los habitantes de la Vila de Gràcia compiten por tener la calle mejor decorada; de un camino de faroles y flores de papel que cuelgan de un techo invisible, a un barco gigante estacionado en una esquina con tripulantes hechos de materiales reciclables, el recorrido por el barrio en plena fiesta está lleno de sorpresas pero también de tumultos, la fama del evento atrae a corrillos de turistas y habitantes de otras poblaciones, una fila de cabezas intentando avanzar lentamente por un trancón humano cuyo destino más allá de los increíbles montajes es la Plaça Rovira o la de la Vila de Gràcia o la Placeta Sant Miquel para hacerse a un buen lugar en los conciertos de la noche. Para disfrutar de la fiesta hay que tener paciencia, pero bien vale la pena.

Cuando vivía en Gran de Gràcia 181 tenía la estación de metro Fontana cruzando la calle, una ventaja inigualable en una ciudad donde sus habitantes se mueven mayoritariamente en metro como muchas ciudades de Europa, aunque era también una ventaja ruidosa, podía escuchar los murmullos de la gente que regresaba de fiesta los sábados como si estuvieran en mi balcón. La fiesta en Barcelona es de todos los días pero el metro funciona 24 horas el sábado, los demás días trabaja hasta medianoche, así que después de esa hora hay que tomar el Nitbus. Los viernes el servicio va hasta las 2 a.m., suficiente para irse de tapas y cervezas y regresar a casa temprano en metro, la fiesta larga será al otro día, un horario de metro tan extendido no lo tiene ni París, solo le gana el de Nueva York, pero a ver quién toma el metro en la estación de la calle 116 un lunes a las 3 a.m.

Cuando apenas me estaba estrenando en el barrio, solía caminar en medio de restaurantes vintage, tiendas alternativas y cafeterías –a las que llaman bares– de la calle Asturias, a la izquierda del metro, hasta llegar a la emblemática Verdi, una callecita peatonal pero arteria principal para todos los que quieren adentrarse en Gràcia porque está llena de restaurantes de todo tipo: la cocina turca, india, griega, mexicana, egipcia, árabe, japonesa e italiana se ofrecen sin pretensión, una crêperie francesa más cara que muchos de los restaurantes anteriores, bares muy chic (bares de verdad donde se va a pedir cocteles y copas de vino) y los otros bares, los de barrio, los de toda la vida, los de las luces encendidas y ambiente familiar donde el único alcohol que se vende es cerveza para acompañar los bocatas (emparedados de baguette rellenos de queso con jamón o bacon o lomo o pollo o tortilla) y las tapas, las infaltables en cada ronda son las olivas, las patatas bravas, especialmente si además de la salsa brava tienen alioli –una salsa mediterránea hecha con ajo y aceite de oliva– y el pa amb tomàquet que no es otra cosa más que trozos de baguette o de pan de bayés untados de tomate, ajo y aceite de oliva –algunos prefieren echarle también sal– una receta tan sencilla pero a la vez tan buena, orgullo de la cocina catalana y uno de los alimentos a los que me hice ‘adicta’ además de los quesos en cualquier variedad y el bacon. En tres meses subí seis kilos y ellos fueron los principales responsables, ellos y el agua y el cambio de vida y los disparatados horarios españoles.

Pero no todo es comida, en Verdi hay más tiendas alternativas y otras no tanto y el consentido de la calle, el Cine Verdi, uno de los pocos cines de la ciudad con películas en el idioma original (en España lo doblan todo) y donde pasan mucho más que la previsible cartelera de Hollywood; las películas europeas e independientes tienen allí su lugar.


Photo Credits: Paolo Soro

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