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Emanuelle Levinas
Photo by: biosfear ©

Emanuelle Levinas y una filosofía del amor al otro

Emanuelle Levinas (1906, Kaunas-1955, París) filósofo y escritor lituano de origen judío, sufrió en carne propia el Holocausto. Casi toda su familia fue asesinada. Su mujer e hija se salvaron al ocultarse en un convento cristiano.

Levinas como soldado francés en la segunda guerra mundial, también prisionero en un campo de concentración en 1941, reflexiona sobre la otredad, lo otro, en su obra Totalidad e infinito (1997).  

La relación con el otro es asimétrica, el otro es el inmigrante, la viuda, el huérfano, el perseguido, el desplazado, el que vive en la marginalidad. El otro es lo infinitamente otro, dirá Levinas, como cuando el filósofo Descartes nos habla de esa idea de infinito que tenemos de Dios. El otro es entonces lo infinitamente otro o Dios, como afirma el filósofo; la idea de lo infinito, de la distancia insalvable entre yo y el otro que hace que el otro no tenga límite, como no lo tiene esa idea infinita de Dios que algo o alguien la causa en nosotros, algo que nos trasciende. El otro nos trasciende, no tiene límites, no lo podemos definir.

La película Mandariinid (Mandarinas-2013), transcurre durante la guerra en Abjasia de 1992 y 1993, que se libró entre el gobierno de Georgia y las fuerzas separatistas de Abjasia, una república independiente de facto,  apoyada por la Federación Rusa, y chechenos y cosacos, entre otros.

Dos combatientes resultan heridos, uno es georgiano y el otro checheno. Tienen un único objetivo: destruirse el uno al otro. El otro es algo a destruir, es el enemigo, un concepto, una cosa que la guerra y el poder construyen.

En medio de la guerra, ambos se encuentran heridos en la casa de Ivo, dueño de una pequeña plantación de mandarinas dentro de la zona de combate. Ivo los ha rescatado bajo la promesa de que un hombre no debe matar a otro. Pero, aunque están heridos, el odio al enemigo persiste, y solo piensan en matarse uno al otro apenas estén sanados de sus heridas. Poco a poco, y obligados por el encierro, se van conociendo, conocen sus nombres. Niko conoce a Ahmed, la música que les gusta. Ahmed ya no es una cosa a destruir, y Niko es alguien con una familia como Ahmed, y una vida anterior a la guerra que los transformó en enemigos.

¿Cómo volver atrás luego de ver el rostro del otro y conocer su nombre?

Niko ya no puede matar a Ahmed, porque Ahmed tiene un rostro. La palabra enemigo es un concepto bajo el cual se dice lo que se puede destruir y exterminar, como cuando los nazis tatuaron números en los brazos de los prisioneros judíos; las personas reducidas a un número, algo que se puede suprimir.

Ahmed ya no puede matar a Niko, ha visto su rostro. Niko ahora escapa a cualquier categoría impuesta por el poder de los que crean la guerra, los nacionalismos enfrentados. Ese otro se manifiesta a través del rostro, rostro que rebasa toda idea previa, y que se niega a ser catalogado.

Y ya no podemos escapar de ese rostro que implora, algo se ha manifestado.

La responsabilidad por el otro de la que habla Levinas, es una ética del amor donde no cabe sino responder a ese rostro que interpela desde su desnudez y desprotección.

En una oportunidad, en Atenas luego de visitar la Acrópolis, en el camino del descenso, vimos a un músico senegalés tocando en la calle. El rostro del otro se manifiesta también en ese senegalés que tocaba su música que nos llegaba desde otro mundo distinto al nuestro, en el que rasgaba las cuerdas de su instrumento, la kora. Quedamos fascinados por su música que nos invadía y por su sonrisa que venía de otro mundo lejano. El rostro otro del senegalés se negaba a ser sometido a nuestras definiciones, era extranjero de nuestro mundo, nos sonreía desde su ajenidad.

Levinas pensó una ética de la responsabilidad por el otro, esa relación asimétrica que surge cuando se manifiesta su rostro infinito, el rostro del otro o Dios. Levinas recuerda el quinto mandamiento “No matarás “, de forma literal. No puedo destruir al otro, solo puedo destruir a una persona reducida a un objeto en un campo de concentración, a un número tatuado en su antebrazo, algo bajo una categoría nefasta privado de su alteridad (que viene del latín alter que significa “otro”, y que por eso es equivalente a lo otro, la otredad).

Ante el rostro del otro solo queda una filosofía del amor antes que el amor por la filosofía. Es la ética de la responsabilidad del otro que “nos hace ser”, como piensa Levinas.

El otro se nos revela a través de sus palabras como alguien distinto de mí. Su rostro desnudo nos interpela, su rostro suplica y exige, dice Levinas. Nuestro semejante, el otro, “privado de todo, tiene derecho a todo”. Ante esa llamada no cabe sino la hospitalidad, el amor hacia el extraño, el extranjero.


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