Dos cosas no podíamos decir en la escuela: que éramos judíos y que teníamos una hermana muerta. No recuerdo quién me lo dijo por primera vez. La infancia es una habitación oscura e impredecible: siempre puede volver. No sabemos cuándo o por qué. Dije que pasaban dos cosas. Seguramente eran más de dos. O tal vez todo lo que pasaba era el eco de esas dos que vuelven como la moneda volvedora del cuento. No existe un sólo comienzo o un sentido prefijado. Hay que inventar uno y créerselo. Me parece que aprendí eso mirando televisión o leyendo, como casi todas las cosas que sé. Porque había cosas que no se podían decir y que no se podían mirar (ni en la escuela ni en la casa) pero eran un susurro constante y clandestino que no me dejaba cerrar los ojos. La mayor parte del tiempo, leo. Mejor que dormir, leer. Mejor aplastar el verano debajo de la respiración de los labios que se mueven sin parar.
Leer para no tener cuerpo, para entender cómo se abren las palabras, leer para atar un hilo y después saltar. A veces no nos salvamos. Otras veces, sí. Ni siquiera me sé las palabras del kadish. De los muertos no se puede hablar. Entonces, leo. Leo todo lo que puedo, todo lo que cae en mis manos, las novelas de amor y aventura de Javier Vergara. Son libros cochinos. No hay que leerlos. Pero los días son como burbujas de aire caliente y mientras espero, desvelada, la vida no empieza más. Entonces, leer para hacer tiempo. Destrozarse los ojos frente al televisor, todas las tardes. La gente inteligente no mira cosas tontas y me apagaban la tele, me apagaban la luz y me escondían los cables, la antena del televisor. Yo improvisaba tenedores, audífonos, agujas de tejer, almohadones porque, como dice Proust[1], el que odia la mala literatura no la entiende. No entiende que se la toca y se la lee apasionadamente. Que se va al colegio sin dormir y que el dedo que pasa las páginas va a la boca y se moja con saliva y después vuelve. Que la historia que estamos leyendo está más cerca de nosotros que la mano que sostiene el lomo del libro ¿De cuántas líneas de novelas que no valen nada están hechas mis noches? No puedo contarlas. Hay cosas que no podemos decir. Hay muertes que no podemos evitar. Podemos ser el último de los exploradores polares o grabar los nombres de las protagonistas de las telenovelas en la cabecera de la cama y hacer tiempo. Hacer tiempo para llegar a otro tiempo, al tiempo esperado.
Algunos budistas todavía preguntan: ¿qué salvarías si tu casa estuviera en llamas? De ese incendio que fue la infancia, salvaría todas las malas novelas que leí. Salvaría el fuego de la mala literatura. Esa que no está escrita para perdurar pero acompaña o entretiene. No se pregunta por las posibilidades o los límites del lenguaje, no le interesa la dialéctica ni las cosas como son o podrían ser. No le pidamos que sea buena, bella o verdadera. No son relatos edificantes. Son historias escritas para arder. Para arder y consumir el tiempo abrazados al aire. Para olvidar lo que no podemos decir, lo que no podemos tener, lo que no podemos cambiar, lo que no podemos hacer. “La muerte se escribe sola” dice un verso de Blanca Varela. Algo todavía vivo irrumpe cuando leemos libros o miramos películas que nos permiten soportar la habitación oscura hasta el día siguiente.
[1] En realidad Proust habla de la música. El título de su texto, que parafraseo aquí, es “Elogio de la mala música”.
Photo by: Sara Aydin Matos ©