(Poemas que pertenecen al libro, “Los días de Ellwood”, publicado por Nueva York Poetry Press.)
Localiza la calle Bennett
a la altura correcta
donde vivía una poeta
que se lanzó del séptimo piso
en la soledad de una noche
mientras sus padres judíos
veraneaban en el balneario
de la ciudad
de la cual ha intentado escapar.
Había agotado las lecciones
del Cábala
el estigma de ser la última amante femenina
de Ginsberg
y los intentos de amar a otras mujeres
rehúsas a usar sus verdaderos nombres.
Llamarla rebelde
sería reducir su pesar.
Un atropello
tan cruel como la avalancha
de su cuerpo pesado
atravesando la ventana con cerrojo
sirviéndole de pasadizo
hasta el patio interior
de esa vivienda que busca
en la calle Bennett.
Hermano Manuel.
Hermano Manuel.
Ruega
pide un receso
un alto a los pensamientos
que venga la brisa de otoño
y el follaje
a calmar la humedad
alojada
en las mangas de tu camisa negra
la única que te hace lucir esbelto.
Oh Hermano Manuel oye sus plegarias
no le quites el verdor del Tryon
ni el caminar esquivando las plastas
que dejan los perros.
Quiere seguir buscando
su espacio en el barrio.
Todos lo observan de lejos
pero nadie se acerca.
Oye algún chiflido extraviado
un «ahí viene Ricky Martin»
y al borracho que grita en las madrugadas
pero tampoco es para él su serenata.
Desde el otro lado del río
observó la ciudad majestuosa
sus grises
a través de una neblina densa
y su sonrisa callada.
Imaginó que danzaba sobre las aguas
aunque el cartel anunciaba
lo peligroso de su corriente.
Quiso permanecer en esa orilla
mudarse a Hoboken al instante
al igual que el día anterior
cuando quiso mudarse a Riverdale
y el anterior
a un jardín en el infierno.
En la mañana
en el vagón sin respiro
una mujer les ofreció un discurso
quería salvarlos del diablo
del billonario
y su pelo color maíz seco.
Seco como su cerebro.
De los Gays
y sus bodas ostentosas.
De la blanquitud del presidente negro
y de la poderosa primera dama.
La diminuta mujer con vozarrón
quería salvarlos
hoy viernes
a las siete de la mañana.
En la tarde
no tuvo la misma suerte
un señor cincuentón
también ofreció discurso
él no tenía
la intención de salvarlos.
Vociferó por todo el tren:
odio mis 51 años
odio mi color
odio los celulares
y odio este tren.