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Paola Maita

Entre ellas (Vol. II)

Isadora regresaba a casa igual que el día anterior. El mismo vestido y rímel corrido, señales inequívocas de una mujer que no ha pasado la noche en su casa. A pesar de que toda ella parecía igual por fuera, por dentro no era la misma que hacía 12 horas. Había vuelto a ver a Marina y de nuevo se le revolvió la vida.

Se había quedado en su casa. Las dos habían bebido vino, mientras se ponían al día con la otra, pero solo Isadora se había estado sintiendo como un volcán en peligro de erupción, a punto de decirle que sus sentimientos por ella no habían cambiado desde aquel día en el cual se los había confesado, y lanzarse a besarla.

El vino iba descendiendo por la botella. Mientras tanto, a Marina se le soltaba la lengua y a Isadora se le contraía el corazón. En su cabeza transcurrían decenas de formas de cómo besarla o al menos tomar su mano, pero su cuerpo se iba aletargando por el vino y, al mismo tiempo, el miedo de dañar la relación que tenían, la iba inmovilizando.

La operación de transformar las horas pasadas con ella en un amor para guardar, tal como cazan los osos para poder hibernar, sólo podía responder a leyes de alquimia y de magia, porque la física y la química resultaban insuficientes para explicar la atracción hacia ella y la reacción de sus moléculas ante las de Marina.

Se lanzó en su cama para intentar dormir. Puso música en el iPod para envenenar su ansiedad con algo. Mientras fumaba, tomó el poemario de Miyó Vestrini de su mesa de noche. Otra mujer sorprendente a la que admiraba hasta desbordarse. De ella habían hablado la noche anterior.

“Ya no hay mujeres interesantes como ellas”, había dicho Marina, refiriéndose a Miyó Vestrini, e incluyendo a otras como Frida Kahlo, Alejandra Pizarnik y Sylvia Plath, en el paquete. Su propia majestuosidad, que le era ajena a ella misma, y se colaba por el iris de los ojos de Isadora, la hacían tan interesante como aquellas otras mujeres de las que hablaba. Ella sólo se limitaba a asentir. ¿Acaso tenía sentido que intentase mostrarle a alguien su propia belleza sin un espejo en la mano? Isadora había intentado ser su espejo, pero jamás encontró el ángulo de su vida donde debía colocarse para que la luz hiciese su trabajo y la reflejase en ella.

Alguna vez había pensado en dibujarla, y quizás así Marina habría entendido cómo la veía, pero al hacer la primera línea se paralizaba. Nada nunca sería suficiente para plasmarla. Quizás debía volverla una ecuación para hacerla más exacta.

El cigarrillo se acabó sin que ella alcanzase a darle más de dos bocanadas. Devolvió el poemario y sus sentimientos al lugar donde les correspondía, la mesa de noche. Al menos allí se mantendrían acompañados el uno con el otro.

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