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Isabel Díaz

Ella y él

Ella creció con el sonido de mujeres cantoras de voces profundas, el eco de vidas anteriores, saliendo de los altavoces caseros. Para su familia era costumbre de los domingos sentarse a escuchar música en absoluto silencio. Desconectar el teléfono, apagar la televisión e ignorar la computadora por una hora. Años después se agregaría a esa lista “esconder los celulares”. Cualquiera, ajeno al ritual familiar, hablaría de una solemnidad en los oyentes comparable a la de una sala de conciertos, tan fuera de lugar en ese cuarto de estar pequeño con muebles pasados de moda. Tres figuras alineadas perfectamente frente al aparato musical, sentadas con la espalda recta, cada una en una silla tomada del comedor especialmente para el evento; iban y venían palabras graves, lánguidas, que hablaban del amor, del dolor y el recuerdo de alguien que caló hondo. Voces de protesta a gobiernos para entonces ya derrocados, canciones pronunciadas desde diferentes acentos e idiomas, no siempre comprensibles, pero agradables al fin. Había algo en ellas, desgarradas desde la voz, que conmovían al padre de familia, el responsable de la tradición semanal. Desde joven se decía en pro de la mujer e incluso se enorgullecía cuando su posición causaba polémica entre las amistades.

—A la mía —contaba entusiasmado al tener la ocasión—, la conocí en una lectura de poesía en la universidad.

De ahí salió con su futura esposa y un panfleto de versos improvisado con poemas selectos de Sor Juana Inés de la Cruz, Gabriela Mistral y Alfonsina Storni, que acaso tendría en algún lugar del librero.

—Mira, la canción de “Alfonsina y el mar” —explicaba a ambas—, habla de Alfonsina Storni, una de las poetisas del evento donde conocí a tu mamá, ¿te sabes esa historia, no? Estaba deprimida porque la abandonó el esposo o pareja o algo así y se metió al mar con piedras en el abrigo. Bien dijo Sor Juana: ¡hombres necios que acusáis a la mujer sin razón, sin ver que sois la ocasión de lo mismo que culpáis! Tragiquísimo. Tienes que traer algo en la cabeza para hacer algo así… Quién sabe si hubiera podido escribir tan bien sin una vida trágica. Es que para ser escritor se necesita tener una vida horrible.

Las explicaciones las hacía después de la hora dominical consagrada a sus musas. Esa era la manera de demostrar su solidaridad con el género femenino, de no ser un hombre más de poca escucha, dominante, machista —hay tantos así, pensaba—, y pretendía que madre e hija aprendieran de su ejemplo. Su espalda era la más recta, sus labios los más apretados, a prueba de todo sonido inoportuno que pudiera identificarlo con el temido patriarcado. Sus ojos enternecidos observaban sin tregua a la caja mágica.

El rol de disciplinaria lo asumió la esposa. Ya en los primeros años de la tradición la mirada de ella, e incluso sus oídos, tenían que estar alertas ante cualquier distracción de la pequeña, para amonestarla desde el silencio y encauzarla nuevamente hacia la lección de respeto propio. Poco le gustaba a ella, a la hija, ese tipo de música. De niña demostró su disgusto a manera de sutiles disrupciones: balanceaba las piernas hacia delante y atrás hasta hacer rechinar la silla e invocar la mirada acusatoria de su madre. A sus veinte años se la sabía de memoria. Unos ojos breves cuyo alcance era suficiente como para evitar que la cabeza girara a pesar de la evidente incomodidad. Mariela, decían, porque en ellos su nombre era sinónimo de silencio. 

Aquella era la hora del calvario con la que cumplía casi estoicamente por respeto a sus padres aunque comenzada la música la mente de Mariela se fuera hacia los pendientes del día. Uno en particular le rondaba el pensamiento. Desde hacía varios domingos quería pedirle a sus padres un préstamo, treinta mil pesos, con la firme intención de pagárselos si bien se tardara años.  Era necesario decidirse. La sesión pasada dejó transcurrir la hora escuchando por enésima vez  “Te quiero” de Nacha Guevara sin mencionar el dinero o la desaparición de Joaquín, hijo de un amigo de escuela de su padre y ex novio de Mariela. Lo de ex lo deducía porque tenía más de tres semanas sin verlo, sin escuchar de él o sin que respondiera a los múltiples mensajes que le había dejado por cualquier medio imaginable. “Nada, estará ya con otra vieja. Pinche güey.”

La última vez que pasaron la noche juntos fue también la última que Mariela lo vió. A partir de entonces repasaba obsesivamente la cronología del encuentro; era una repetición tortuosa e incontrolable. Los recordaba en su cuarto, ella tendida sobre la cama con Joaquín encima. Hasta aquí todo bien. En eso, él la veía extrañado, como si recién se diera cuenta de lo que hacían. Continuó besándola antes de detenerse en su pecho  –verga, Mariela, pareces vato– y ahí se le escapó de la boca lo que ya habían dicho los ojos. Acabó al poco tiempo, se echó a dormir abrazado a ella y se fue a la mañana siguiente.

Ahora, en la sala vieja de sus padres, rodeada de centenares de pequeñas estatuillas de porcelana con motivos fantásticos y pastoriles, medía las palabras con la precisión cáustica de una aguja recién esterilizada para formar dos débiles oraciones:

—Quiero ponerme chichis. Necesito dinero.

La madre dirigió los ojos al marido y él fijó la vista en el ausente escote de Mariela. Junto al silencio de las miradas, “Alfonsina y el mar”, la canción favorita de aquél, amenizaba el momento incómodo. No contestaban, mitad por el hábito de callar en esa hora sagrada, mitad por no saber qué decir. Mientras tanto Alfonsina caminaba al mar sin que la notaran, el agua a la rodilla.

—Les voy a pagar —dijo, interrumpiendo a la Negra—, es que ahorita no me alcanza.

Alfonsina siente frío en la cintura. Su ropa, que flota hechizada por el agua, es un vestido de novia levantado por las delicadas manos de un pajecito…

Ya le llega a los hombros. Sabe Dios qué angustia te acompañó, qué dolores viejos calló tu voz, canta la madre que no quiere hablar pero no soporta el silencio. Mientras lo hace mira a las figurillas del cuarto de estar que, por su acomodo, parecen testigos de la escena. Se imagina cómo sería si éstas intervinieran en aquél conflicto tan falto de acción, lanzándose de la vitrina. Al caer seguramente se produciría el gran estruendo, el ausente aplauso de los conciertos dominicales. “Mejor quebrarse, mejor así. Nada más humano que el desorden”, pensó en bajito, un murmullo en la cabeza. Pero las figurillas permanecían inmóviles en la posición de siempre, resignadas a sus artes decorativas.

Mariela, empequeñecida, espera una respuesta de sus padres como cuando años antes quería saber si la dejarían quedarse a dormir a casa de una amiga. Ya en ese entonces deseaba senos más grandes pero ahora les pedía a ellos, no a la naturaleza, proveérselos. Un par de chichis que detuvieran el regreso radical a la niñez en el que se sentía cada vez que Joaquín no contestaba. Respirando, apenas menea las piernas cruzadas de un lado a otro hasta hacer rechinar la silla.

—Está bien —dice el padre, al tiempo que de Alfonsina quedan sólo burbujas que cesan al poco rato.

Se acaba la canción. El mar regresa a la calma.

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