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Sergio Inestrosa

Elí, Elí, ¿lama sabactani?

Mateo 27: 46

Sentado en su estudio, cuando ya caía la tarde,
el teólogo jesuita meditaba, no sin cierta angustia, el par de versículos
que sus colegas de la universidad, le habían pedido comentar.
Ambos versículos estaban en el evangelio de Mateo
y ambos ofrecían sus propias dificultades.
Pero, fiel a su forma de pensar, trataba de mantenerse abierto
a todas las posibilidades que le sugiriera el espíritu,
de este modo esperaba hacer una interpretación lo más evangélica posible.
Empezó por reflexionar el primero de los versículos
en donde Mateo cuenta que un día, Jesús les preguntó a sus discípulos:
«Y ustedes, ¿quién dicen que soy Yo?»
El teólogo meditó un rato
y después escribió que si Jesús les hizo esta pregunta a sus amigos
era posible pensar que Jesús atravesaba por una crisis de identidad
y no sabía a ciencia cierta que él era el hijo de Dios,
que él era el mesías anunciado por los profetas en el antiguo testamento.
Después de otra pausa volvió a anotar en su cuaderno
Para mí que, con toda seguridad, Jesús sospechaba ser el mesías,
el hijo de Dios,
pero algunas veces, como en esta ocasión, lo asaltaban las dudas,
lo cual, por otra parte, es comprensible teniendo en cuenta que Jesús
era un hombre, como cualquiera de nosotros.
Para el teólogo, y así lo escribió, eran esas dudas tal vez recurrentes
las que explicaban la pregunta hecha a sus amigos.
De no ser así, siguió razonando, la pregunta resultaría incomprensible.
Después de una breve pausa, para servirse una taza de café,
volvió a escribir:
Son esas dudas las que explican también la asustada reacción de Jesús
ante la respuesta de Pedro.
El teólogo escribió, a pie de página, que inmediatamente Jesús
les pidió a sus amigos que no lo anduvieran divulgando por allí,
pues esa era una verdad difícil de digerir en una sociedad como aquella.
Jesús sabía muy bien, que muchos de sus contemporáneos
no iban a aceptar un mesías salido de la nada,
el hijo de un carpintero pobre de un pueblo marginal como Nazaret,
un mesías que no tenía ni siquiera un lugar donde reclinar la cabeza
y cuyo único poder residía en sus palabras y artes curativas.
Jesús tenía razón, volvió a anotar en su cuaderno, sería muy fácil desacreditarlo
bastaría con decir que él era un charlatán y un blasfemo;
por mucho menos habían matado a otros en esta tierra en que le tocó nacer,
para no ir muy lejos, a su primo al que llamaban el Bautista.
Después de otra pausa, esta vez mucho más larga, el teólogo pasó
al examen del segundo versículo,
y lo primero que pensó era que este segundo versículo era, sin duda,
más problemático que el primero,
pues podía sugerir una interpretación más bien aterradora,
Afortunadamente, volvió a pensar, no para un creyente como él,
pero para alguien que no posee el preciado don de la fe,
resultaría hasta cierto punto una interpretación lógica,
aunque no válida, se apresuró a escribir, como si tuviera miedo
de ser acusado de hereje.
Y es que, continuó pensando:
En aquel momento, sin duda, el más dramático de la vida de Jesús,
justo antes de que expirara, Jesús sintió un abandono total.
Aquel divino silencio, escribió en su cuaderno, significaba ni más ni menos
la más completa y absoluta separación del padre.
Y a partir de este versículo, volvió a escribir en su cuaderno e incluso
lo subrayó con tinta roja, muchos han tenido la peligrosa tentación
de pensar que Jesús, aunque creía ser Dios,
terminó por darse cuenta, justo en esos últimos instantes de su vida
que era un hombre como cualquier otro.
La sola idea le produjo un gran desasosiego y sintió un hilo de sudor frío
como el filo de una navaja, que le corría por la espalda.

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