Homenaje a Wuilly Arteaga
Los aplausos estruendosos anunciaron el fin de un concierto de compases breves y exquisitos. La fuga de escalas cromáticas, el sonar de las cuerdas hechizaron a un auditorio que lo aplaude de pie. Aturdido, el joven violinista mira la platea que lo aclama con entusiasmo, aún en estado de ensoñación se inclina con sonriente timidez. Así había culminado la función por la paz de su país, con la participación de Paquito de Rivera.
Al regresar al hotel, lo alberga una habitación sumida en la oscuridad; bañada por el pálido resplandor que atraviesa el amplio ventanal: las luces de la ciudad que nunca duerme. Wuilly da vueltas por el cuarto, se pellizca, se mira en el espejo. Todavía no entiende como ha llegado a Nueva York. Él, un humilde muchacho criado en un barrio de Caracas, y ahora se encontra en ese aposento de piso alfombrado, cama ancha solo para él, con sabanas impecables, mullidos almohadones de diferentes tamaños y gran espejo. Se siente extraño. Sentado en la cama, recuerda cómo los últimos días habían sido pasar de un sueño a otro. Como si tuviese dos vidas.
¿Está soñando? ¿Será realidad esto? Hace pocos días, tal vez dos, o quizás una semana (¿o un mes?) dormía en una litera que compartía con su hermano más pequeño; contemplaba el techo de zinc, revisaba el instrumento que ama profundamente y que le había costado tantos sacrificios obtener, recuerda el otro, el que le destrozaron entre las manos. ¡Cuánta amargura lo había invadido!
La escena aparece en su memoria: él, tocaba su violín en una manifestación callejera, frente a los guardias nacionales. Inspirado ejecutaba magistralmente el Himno de Venezuela. De reojo, observó a una funcionaria con lágrimas en los ojos, enternecidos, estáticos, ante la hermosa oda a la libertad. Cuando de repente un guardia se le acercó; sus miradas se cruzaron. Wuilly se encontró frente a unos ojos negros, grandes. No podía descifrar, si en esa mirada había tristeza, o rabia, o dolor, pero, sin mediar palabra, siente que le arrebata el violín, le arranca las cuerdas y lo tira al piso. ¡Lo destruye!
El violinista atónito, no puede creer lo que ve. ¡Tiene que ser una pesadilla! Siente un dolor más profundo que si le hubieran fracturado un brazo o una pierna. Un silencio aterrador llena el espacio. Todos miran al joven llorar y gemir al recoger su violín, o lo que queda de él.
– ¿Por qué me hacen esto? ¿Por qué?- Se repite una y otra vez en voz baja.
¡Su sueño de tocar el violín en una protesta pacífica, que ha quedado destruida en mil pedazos!
Los recuerdos se aglomeran en su mente. Los esfuerzos para conseguir el instrumento, regalado por un anciano; todo lo que le costó entrar al Sistema Juvenil de Orquestas. ¡Cuánto dolor! Su violín, ya no puede lograr un solo acorde… . Un golpe lo convirtió en astillas y cuerdas cortadas.
Ya en su casa, abrazado al despojo del instrumento que le había dado ánimos cada día, se había arrojado a su litera con el llanto raspándole la garganta, saliendo de su boca con acordes entrecortados, como en esos conciertos de Paganini que él soñaba.
Lo que no pudo imaginar el joven violinista era que alguien había captado esa imagen, viralizándola en las redes sociales, esa misma noche, Al día siguiente, un médico le ofreció un violín. La sorpresa se transformó en sonrisa y fascinación. Las ofertas de instrumentos se multiplicaron en una carrera vertiginosa, y también el torbellino de compromisos musicales.
Un concierto en una plaza pública, que para sorpresa del joven, tuvo una afluencia de personas poco usual. La entrega de otros violines a muchachos que no hubieran podido adquirirlos. Ofertas de un agente e invitaciones para conciertos en Nueva York, y Washington.
Wuilly Arteaga no se deja deslumbrar por los reflectores de la fama, se siente ajeno en otro país. Añora su hogar y a sus amigos. Sabe que tiene una misión por cumplir: formar una orquesta de violines con los chicos de la calle, para tocar en todas las manifestaciones callejeras por la libertad de su país.
A pleno sol del trópico, Wuilly y su orquesta, culminan el impresionante e impecable concierto con el Capricho 24, uno de los más complejos, con innumerables efectos técnicos: intervalos paralelos de octava, rapidísimas escalas y arpegios, pizzicato de mano izquierda, veloces cambios de cuerda.
Cuando abre los ojos, está rodeado de policías, escuderos, los guerreros de franelas, sentados codo a codo en el asfalto de la autopista, con los cascos, las armas, los escudos de cartón a un lado. Lo están aplaudiendo mientras gritan frenéticamente :¡Viva Venezuela!
Paganini sentado en una nube lo escucha complacido.