Llegué aquí sin convencimientos, da igual por qué; vine de rebote, por pura deriva. En este lugar en el que vivo ahora llueve de continuo. Llueve siempre, sin aviso y sin tregua, como si fuera un ataque bíblico, pero por más que saco el tema nadie habla de ello, más bien al contrario: todos prefieren hacer como que viven al margen del clima, o de dios, o de la memoria. Tal vez sea así en realidad, y ya no lo perciban. Salgo, tomo café, me mojo y vuelvo a casa como si nada hubiera pasado. De hecho, nada parece haber pasado. Me jode reconocerlo, pero he venido a parar a este lugar donde la lluvia arrastra el recuento de los días, de las mentiras, de lo que aún recuerdo, del esfuerzo continuado por crearme otro mundo, por creerlo, y por recordarlos todos: el real, el fabulado, el que va destiñéndose en mí. La lluvia también arrastra las verdades, ambas no son más que acuerdos meteorológicos y afectivos a los que llegamos en un momento de la vida y cuyos motivos o justificaciones cambian con el tiempo; con los años, quiero decir. Esta lluvia lo arrastra todo. No lo arrasa, no lo destruye, lo desmorona, lo arrastra: por eso aún veo el rastro, los residuos de lo que fui o lo que ahora pienso que fui, pues ya no tengo certeza en la memoria, de las vidas que compartí con otros. Un poco más de café. Me mojo. Otra vez a casa, si al menos fuera la mía. Vivo en los márgenes de la lluvia y la memoria. La tierra reclama la sensación de agua en su vientre. Double shot, no sugar, please. Nuestras conversaciones son el rastro de lo que queda, de lo que fuimos antes de los diluvios. Nos miramos, nos amamos en estos rastros mezclados de tantas impurezas, de barros, de añadiduras con las que nunca pensamos mezclarnos y que ahora son nosotros. Nos amamos y nos buscamos en las conversaciones que tuvimos antes de llegar aquí, los rastros de palabras que ya no entiende nadie, ¿nacieron aquí mis vecinos?, quizás llegaron también de rebote, tal vez fueron deriva hasta que echaron raíces en esta tierra de lluvia y riada, criaron familias mojadas y escribieron su historia desde cero con cada inundación, con maldiciones bíblicas que nos sorprenden sin alfabetizar y sin dioses, sin recordar quiénes hemos sido cuando amábamos con palabras, no como ahora, anclándonos desesperadamente a otros cuerpos en sucesivos desprendimientos de tierras. Ayer mis vecinos me invitaron a café. ¿Quién fuiste antes de tu riada? Distinguimos nuestros derrumbes, obviamos la lluvia fina y la mención de momentos intermedios en los que supimos quiénes podíamos ser aún. Llegado un punto, uno deja de percibir la diferencia y cree que los recuerdos de días soleados son parte de la ficción de la infancia. De vez en cuando, entra alguien en el café que aún no ha sufrido su propio desastre natural, alguien lleno de proyectos, de vegetación, de múltiples vidas. Alguien que no duda de su nombre.
Este lugar también tiene nombre, claro, se lo he puesto yo para saber bien dónde vivo y no olvidarlo como todo lo demás. Quiero ser capaz de decirlo en alto. También he renombrado las cosas que han quedado de lo que fue mi vida anterior, de mí, de lo que me cuentan que era cuando llegué. Estoy vacío de convencimientos y, al mismo tiempo, lleno de palabras que me he ido inventando para saber quién soy, para decidir quién voy a ser, qué lugares me habitan.
Mis vecinos saben que me iré dentro de poco. Me visitan temprano y me llenan de conversaciones, de recuerdos inciertos, aunque hermosos, de historias que ya no saben si han sucedido, me hablan continuamente, quieren que me lleve sus vidas conmigo para no morir del todo con el próximo diluvio. Huelen la muerte mejor que la lluvia. Después tomo café, me mojo, les abrazo como si nada antes de este final anunciado hubiera sucedido. Creo que piensan que soy su hijo, su nieto, el que tuvieron con alguna mujer que amaron cuando aún tenían memoria y nombre. Uno de ellos me ha dicho que de joven amó sirenas antes de la lluvia, cuando navegaba el sur y leía mapas, tal vez me encuentre con alguna de ellas. Y yo le he creído.