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Fabian Soberon
Photo by: Florian Schwalsberger ©

El verdulero

Alguna vez tuve un barrio y fui el hijo mimado de un verdulero pobre, croto y anarquista. El viejo me amó como un padre. Me sacó de las calles y me crió con unos libros hermosos y me dio el alimento que no tenía y el cariño que no tenía. El verdulero se llama Eduardo Hasper y tenía un lejano origen inglés y pensaba las cosas con nitidez y hablaba con una voz gruesa y con el bastón en la mano.

El viejo había nacido en medio de las gallinas y había tenido mucho dinero cuando era joven. Pero lo había perdido en el juego, en las noches largas del casino y en medio de las putas. Nunca hablaba de eso pero una sola vez se atrevió y me contó. Largó todo como si fuera un vómito. Parecía que lo tenía guardado desde hacía años y que necesitaba escupirlo para limpiarse la cabeza.

El viejo había sido hijo de un estanciero inglés que había llegado a principios de siglo y vivía como un gentleman en medio de las vacas y de los pastos del monte. Era la única estancia en la zona y todos le decían el inglesito pituco y él se horrorizaba y les largaba una pedrada a quien pudiera. El viejo era un sabandija. Cazaba ratones y mataba víboras. Se la pasaba en la calle y sentía que ese era su destino. Hasta que su padre –un tipo enorme, grueso, que hablaba inglés sin cortar la respiración– se lo llevó a la ciudad y lo internó en un colegio de curas. Aunque eran protestantes, el padre se había convertido al catolicismo para no desentonar con el pueblo. Así fue que lo llevaron al viejo (en ese entonces un púber) al colegio de los curas azules. Y ahí nomás lo metieron y quedó para siempre internado, en medio de los curas y de las biblias. El viejo era un tipo inteligente, una luz. Estudiaba de noche y buscaba que lo saquen por mérito.

Pero los años pasaban y nadie quería que saliera del colegio. El viejo conocía a una chica muy rubia y muy gringa y se escapó del colegio una noche sin luna, con las estrellas radiantes y anchas en el oscuro cielo nocturno. Llegó a la casa asesando, sacó unas bolsas de comida y se subió al caballo –llevó a la chica– y se perdió en el monte. Quería hacer la del llanero solitario y vivir en el monte, comiendo raíces y cazando lo que pudiera, asilado con la esperanza de sobrevivir entre los pastos y los animales.

Pero al poco rato el padre lo buscó como un loco, como un perro rabioso, y lo agarró de las mechas y lo metió debajo de la lluvia helada y lo congeló como remedio. La chica salió aullando de susto y se volvió a la ciudad. Ella era de ahí. A partir de ese día, el viejo Eduardo trabajó con el padre todos los días de su vida, como un caballo ciego y recio y no buscó escapar porque sabía que terminaría en un hospital para locos.

De hecho, el padre lo amenazó muchas veces y una vez lo metió en el hospital y lo dejó ahí por una semana. Eduardo dijo que esa fue la peor semana de su vida. Me contó que los pacientes reptaban como bichos y que había uno que andaba en cuatro patas y que cantaba canciones como un disco rayado. Así estaban, señaló el viejo, tirados como ostras, como cucarachas, como siniestras tortugas de agua, perdidos en la inmensidad del mundo, en silencio. Algunos miraban televisión y se perdían en el ruido infinito de la pantalla blanca, como si esperaran alguna señal de ese cuadrado absurdo.

Cuando salí de ahí, me contó el viejo esa noche, salí reformado. Más valieron los días en el loquero que en el colegio de los curas azules. El hospital te reforma más que la religión, dijo el viejo con el tono sentencioso de los que dicen la verdad.

El viejo estaba sentado, en su banqueta enclenque, y se paró a buscar un vaso de vino y después habló en un murmullo, como si hablara sólo para sí mismo un secreto hiriente y melancólico. Levantó la mano, como si estuviera por pedir un vinito en un bar, y luego se paró al lado de la ventana y miró hacia el ruido exterior. En la calle sonaban los largos petardos y los cohetes estridentes y molestos. Era la noche de navidad. El viejo eligió esa noche para contar su pasado. Supongo que había algo en esa noche. Supongo. En un momento, volvió de la ventana y vi que una lágrima expansiva y oscura le recorría la cara pecosa y arrugada. Nunca lo había visto llorar. Esa fue la primera vez.


Photo by: Florian Schwalsberger ©

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