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esteban ierardo
Photo by: ajay_suresh ©

El Veneciano

La casa y la niebla, la mañana, un huésped en una residencia en Viena. Luego de unos pocos meses, el tiempo se distorsiona. Al visitante un día le parece una jornada sin fin, en la que los muchos días siempre son el mismo día.

Todo repetido, como una serpiente enroscándose en su piel reseca. Y a su cuerpo, postrado, el huésped lo siente como una piedra que ya no rodará por nuevas laderas, o por las orillas del cercano Danubio, o entre las calles, palacios y casas de Viena. Presiente que las puertas no se abrirían ya a otras ciudades y paisajes. Su mundo fija sus fronteras en su cuarto, su cama, su cuerpo quieto, con un silencioso dolor en su pecho y estómago.

Y, una vez, sintió el atardecer en sus manos. Un tiempo demorado, casi inmóvil, algo que nunca antes había experimentado.

En ese ocaso detenido, espera que Anna le traiga su cena. Y lo único que lo entretiene es recordar el pasado. Pero no el suyo, sino el del veneciano.

Así, el postrado recuerda que el veneciano llegó a Viena para encontrarse con el rey. El monarca le prometió la dirección de la orquesta imperial. La resolución feliz, y merecida, de una vida dedicada a crear música para compensar, en algo, la brutalidad y el sufrimiento.

Y el postrado recuerda que el abuelo del veneciano era un panadero de Brescia, y que con Margherita tuvo un hijo llamado Giovanni Battista. Y este Giovanni se casó con Camila, hija de un sastre y, juntos, procrearon al veneciano. Y casi al nacer su padre le puso un violín en sus manos. Tocar aquel instrumento a edad tan temprana predispuso al veneciano a un porvenir de pianos, cellos, mandolinas, arpas, guitarras. Y violines.

Pero no solo un porvenir musical… A los quince años, y por influencia materna, el veneciano comenzó estudios de teología que lo llevarían a ser, finalmente, ordenado sacerdote. Pero no celebraba misa bajo el pretexto real, o la excusa, de una opresión en el pecho que le impedía mantenerse un largo rato en pie.

¡Y tanto tiempo acompañó el postrado al veneciano, encargándose de sus giras y presentaciones! Nunca sintió ningún gesto de altivez del músico. Sabía que su vida solo aspiraba a la excelencia musical. La pasión del veneciano por la música era tan real y enérgica que aun recluido en un taller de herrería o carpintería, se las habría ingeniado para sacarle al yunque o a la madera algunos sonidos dignos de una partitura invisible.

Alguna vez le escuchó al veneciano decir algo así como que sin la música el aire se le convertiría en veneno, y la noche en una caldera en la que nunca podría dormir.

Y cuando el veneciano llegó a la ciudad imperial a la espera de la reunión con el rey, se le había unido su cantante preferida, para acompañarlo. Ella también esperaba el favor real. Y los días se tornaron un zumbido monótono de moscas. Nunca llegó la noticia esperada. Por el contrario, una navaja decapitó el deseo. El rey había muerto. Pero, quizás, el nuevo monarca podría confirmar el mecenazgo prometido. Sin embargo, ¿cuánto habría que esperar para que un nuevo rey se sentara en el trono? ¿Cuándo sería su ceremonia de consagración? ¿Y qué seguridad podría tener de que el nuevo rey le permitiera dirigir la orquesta imperial? ¿Y cuándo el veneciano podría volver a gritar como un león y no temer como una tortuga oculta en su caparazón?

La duda conquistó el corazón del músico, recuerda el postrado. Ya no el júbilo de la música. Cada día aumentaba la asfixia. La decepción profunda es la que ya no espera ninguna primavera. Y la cantante que acompañó al músico le ocultó su tristeza. Prefirió acallar sus dudas. Fingir que todavía no renunciaba a un jardín muy deseado.

Y el postrado se inquieta: ¿por qué Anna aun no le trae la cena? ¿Qué le pasa a esa mujer? ¿Por qué tanto retraso? Y el postrado recuerda que, atrapado en su espera angustiosa, el veneciano seguramente habría querido regresar al conservatorio que dirigía en Venecia. Uno de niñas abandonadas, que solo por la música escapaban de la pobreza, la soledad y la agonía. Con su dirección, aquellas muchachas aprendieron a tocar con magia las cuerdas, o a cantar, algunas de ellas, con voces de ángeles en sus muchas óperas. Y esas óperas al veneciano le depararon muchos sinsabores con las autoridades eclesiásticas que de él solo esperaban que impartiera misa, que se entregara a sus obligaciones sacerdotales antes que a escribir músicas profanas.

Además, su fascinación por las óperas, le deparó rompecabezas financieros interminables: ¿cómo conseguir los fondos para pagar a los músicos, a los encargados del vestuario, a los tramoyistas? Por eso, siempre obligado, el veneciano frecuentó los salones aristocráticos para obtener el financiamiento necesario. Recibió mucho apoyo. Sin embargo, eso nunca lo libró de las deudas continuas.

El veneciano no podía hacer más que crear y crear música. Consolidó el género del concierto, la forma musical más importante de su tiempo, y compuso casi 800 obras, con 400 conciertos y 46 óperas. Y una en particular de esas composiciones es un río de armonías que fluye entre el invierno, el otoño, la primavera y el verano.

Por primera vez, mientras recuerda, el postrado esboza una sonrisa. Se rememora entonces a sí mismo, no al veneciano, cuando llegó a Viena y se paseaba por la orilla del Danubio, mientras se demoraba en el delicado flotar de los patos, y saludaba a algunas damas, y lo asaltaba la melancolía en los atardeceres.

Pero los días de tempestades, frío y niebla ensombrecieron el cielo vienés. Los vientos fuertes y la bruma multiplicaron la tristeza y las dolencias. Así al que tanto le consuela recordar al veneciano prefirió postrarse, en un reposo que era también una espera. Por un pago previamente acordado, en la casa, Anna lo atiende con un servicio que a veces deja mucho que desear. ¿Por qué, por ejemplo, se retrasa tanto en traerle la cena?

Por varias semanas al postrado lo visitan los recuerdos del veneciano. Y recuerda también la ciudad de los canales, con sus góndolas, sus muchas iglesias, sus talleres, sus tiendas de artesanos, sus carnavales de mucho color y libertinaje, sus teatros y casas musicales, sus mercaderes y políticos intrigantes, y sus audaces marinos en los barcos a punto de zarpar para proveer nueva prosperidad a la Serenissima. Los recuerdos juegan a rescatar la vida perdida.

Entonces, en el ocaso que parece detenido, el postrado escucha una tormenta. Y por las ventanas abiertas de su cuarto, ve el paso de brumas y hojas. Sin saber por qué, siente que una fuerza amorosa es la que todo lo mueve, incluso al caos disonante. Y que el mal es lo que se resiste a esa fuerza.

Hasta que duerme, duerme.

Y, al despertar, escucha los sonidos de violines, extraños, desconocidos, que vienen desde el Danubio. Al veneciano también le sorprendería la música de esos violines, se dice el postrado. Le desconcierta ver que un pájaro, que rápidamente reconoce, un mirlo, vuela dentro de su habitación. ¿Cómo puede ser? ¿Y por qué Anna no llega de una vez por todas con la cena?

Y la puerta del cuarto se abre.

Un niño aparece. ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? El niño se mantiene en silencio. ¿Vienes para ayudarme a salir de mi postración, ¿verdad?

El niño sigue callado. Bueno, si no me hablas, al menos escúchame un poco.  ¿Sabes, no sé dónde está el veneciano? Tú no lo conoces, claro. El veneciano se me ha perdido. Ah, no sé dónde está.

Ah, recuerdo cuando entramos a una casa de una prima de un amigo muy querido del veneciano. La muchacha estaba empapada en fiebre, tenía una enfermedad que el médico no supo decir cuál era, y muchos menos su tratamiento. Desesperado, el padre de la joven, que sabía del prestigio del veneciano como músico, le pidió que si tocaba su violín quizás podría curar a la muchacha. El veneciano recordó que no era solo músico sino también sacerdote, y para sus adentros pensó, y luego me dijo, que era más poético despedir a la muchacha con bella música que con el sacramento de la extremaunción. Así sacó su violín, y tocó para la joven que murió lentamente, pero con una sonrisa que nunca podré olvidar.

Y cuando nos fuimos acercando a un canal, el veneciano me comentó que quizá tuvo que decirle al padre de la muchacha la verdad, que la música no salva, que no nos cura del dolor ni de la muerte que viene por nosotros. Quiso darle una esperanza piadosa, aunque fuera una cruel mentira. ¿Pero por qué tenía que irse esa muchacha, tan joven?, me lamenté. Y escuché: no sabemos cómo decide el destino, como tampoco sabemos de dónde viene la música. Pero la música sublime, como la tuya, viene de Dios, le dije, atolondrado e inconsciente. El veneciano me miró con ternura y algo de condescendencia. Y me susurró algo, lejano y enigmático, sobre el sonido de los violines, que no entendí.

Luego vio hacia el canal, hacia la isla en la que se alza la Basílica de San Giorgio Maggiore, no de lejos del Ospedale della Pietà, de su querido conservatorio de las muchachas músicas y cantoras. Allí está La última cena del maestro Tintoretto. Mucho le fascinaba contemplar ese cuadro de Jesús y sus discípulos que estallan en corrientes de luces, sombras y colores. Alguna vez me aseguró el veneciano que el lugar del que venían el sonido de los violines y los colores de la pintura del gran Tintoretto era el mismo. De vuelta, no entendí. Como no entiendo por qué Anna no ha llegado todavía con el caldo que seguramente será mi cena, y tampoco entiendo qué hace ese pájaro aquí, este mirlo, que solo llega en la primavera, no en el crudo invierno que ahora azota a Viena. Y no entiendo qué haces aquí, niño, al menos dime tu nombre.

El niño no rompe su silencio.

Bueno, supongo que eres el hijo de Anna, o un sobrino. ¿La buscas a ella? Anna debe de estar en la cocina. Ve y dile por favor que se apure con la cena.

El postrado comprueba que el niño no atiende a su pedido. Entonces se reconforta con los nuevos recuerdos. Recuerda cuando con el veneciano subieron en un bote para ir por el canal de la Giudecca hacia la iglesia de las Zitelle para un nuevo concierto. A un lado se veía Venecia como un animal hambriento de belleza y placeres, con la Basílica de San Marcos y su campanario cubierto por una piel azulada de nubes y pájaros; al otro lado, el mar que se extendía hacia lo que escapa a la mirada y que se burla de las cartas náuticas y las brújulas.

Y el veneciano aferró su violín, y empezó a tocar.

Miró hacia el horizonte, salpicado por el ocaso y las olas. Su música era melancólica y honda, como la profundidad de los mares. La emoción corrió por sus mejillas. Un pájaro voló hacia los rojos colores del sol. La música humana que se une con la de la naturaleza y sus estaciones, nos acerca al origen de las emociones.

Y comprendí que el veneciano no tocaba y componía solo para entretener a los aristócratas de Venecia o de Mantua, de Praga o Viena. En la música algo nos llama desde el fondo y la lejanía. Esas palabras flotaron en las aguas de sal y espumas. Y ambos vimos el mar profundo y poderoso, la tarde que caía, sentimos el atardecer entre la brisa y las gaviotas.

Y afuera la tormenta se apacigua. El firmamento se despeja. La luz de la luna se asoma. El mirlo trina. Un sonido de violines llega desde el Danubio. En algún palacio cercano deben de estar dando un concierto con una gran orquesta, parece, dice el postrado. Quiero escuchar mejor. Es mejor que me levante, ¿no crees niño?

Y el niño asiente con su cabeza. Bueno, bueno, me costará, pero me levantaré. Con dificultad, el postrado se reclina sobre su cama. Una vez más siente un océano de soledad crujiendo entre sus vértebras y músculos doloridos. Pero los sonidos lejanos de los violines lo ponen de pie.

Y camina lentamente hacia la puerta. El niño le indica un lugar. Lo sigue. Le sorprende que la ciudad se vea distante, y que el Danubio esté más cerca, y que del otro lado de sus orillas no se distingan edificios y palacios sino nubes claras, como traspasadas por la suave luz plateada de una luna secreta. El pájaro vuela hacia la claridad.

Con el niño, el que logró al fin vencer su postración se para en la orilla del Danubio. Allí vibran los sonidos de los violines. El veneciano se habría deslumbrado con este sonido, asegura el que había estado postrado.

Se acabó el juego, veneciano, dijo al fin el niño. Ya deja de hablar como si no fueras tú, maestro Vivaldi. Ahora llegó el momento, te olvidarán por doscientos años. ¿Pero qué importa eso ahora? Ahora, del otro lado del río, solo serás música, la del fondo, de lo lejano.

Y, ¡Señor Vivaldi! ¡Señor Vivaldi!, grita Anna. ¡Despierte! ¡Despierte! No haga que la cena se enfríe.

Y el veneciano está quieto, postrado, con el cuerpo que ya no se moverá. Mientras con oídos muy atentos cruza un río, y escucha los violines, distintos, lejanos.


Photo by: ajay_suresh ©

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