No debiera arrancarse a la gente de su tierra o país, no a la fuerza.
La gente queda dolorida, la tierra queda dolorida.
Juan Gelman
Leí un libro intenso en estos días. Se llama “L’ultimo arrivato” (El último llegado), de Marco Balzano y es el ganador del prestigioso premio italiano Campiello, de este año. Por lo general soy siempre un tanto escéptica con los premios literarios, sobre todo los de los últimos años; muchos los he hallado decepcionantes y, a menudo, he tenido la sensación desagradable de que su éxito respondiera más a operaciones comerciales que a un verdadero talento artístico. Esta vez, sin embargo, el libro me ha encantado. Enseguida.
Me doy cuenta de que soy, desde siempre y cada vez más, muy, muy sensible a las historias de emigrantes. La palabra misma me atrae, me alerta, hace que se me paren instintivamente los oídos, como a un perro de caza… Migrantes, emigrantes, emigrados, inmigrados, desplazados, exilados, refugiados, prófugos, desterrados… Son palabras similares, actualísimas, aunque sutilmente diferentes. La sustancia es la misma, así como la carga pesada de dolor que arrastran, pero cambia la perspectiva de acuerdo al movimiento que esas palabras describen. Desde un lugar, hacia un lugar, de un lugar a otro… y, además, cambia la mirada; la mirada de quien parte que se vuelve, al final del viaje, en la mirada de quien llega… y sobre quien se refleja, también, la mirada de quien se queda y, además, aquella de quien ve llegar…
Imagino estas corrientes humanas – incesantes en la historia, cíclicas y repetitivas – como un fluctuar inmenso y denso de sufrimiento, como un río inexorable y sangriento… Por algo será que en la mayoría de los mapas los flujos migratorios se pintan de rojo, como la sangre; la sangre de las heridas abiertas, de los corazones rotos, de las raíces arrancadas… Una espiral roja de fuego que recorre el mundo, sacudiéndolo; una procesión dolorosa de manos desnudas, de brazos vacíos, de memoria asfixiante; una multitud de rostros anónimos, de bultos mal amarrados, de vidas comprimidas, encerradas en el espacio mínimo de un sucio morral, de una miserable mochila… porque sólo eso es lo que les queda.
Entonces se entiende, se siente cómo todo sea absurdamente precario, efímero, evanescente; cuánto somos todos infinitamente frágiles, terriblemente vulnerables. En un instante, el drama de un país, de un pueblo, puede convertirse en el drama individual y cambiarnos la vida. Y queda espacio sólo para la separación, para el adiós… Ése sí que es enorme, incontenible. No cabe dentro de ninguna maleta. Lo que somos, lo que dejamos y también lo que necesitamos lo llevamos siempre encima.
L’ultimo arrivato es la historia de un niño emigrante, un muchachito siciliano, Ninetto Giacalone, que quería ser poeta (y lo es, a su manera, un poeta extraordinario…) pero con tan sólo nueve años, deja su pobre pueblo sureño y parte hacia la ciudad de Milán, en el norte. Solo.
Sobrevive trabajando duramente para una tintorería, entregando ropa a domicilio, en bicicleta, en medio del frío y de la niebla, enfrentando toda clase de dificultades, viviendo en la estrechez y en la promiscuidad con otros emigrantes, hasta que a los quince años se casa con Magdalena y empieza a trabajar como obrero en una fábrica. Se hace hombre, Ninetto, a una edad en la que nuestros hijos son, justamente, apenas unos adolescentes y en el mundo cruel del trabajo y de los adultos debe arreglárselas solo, defenderse, aprender a vivir. Por toda su vida lo acompañará la nostalgia del sol cálido de su Sicilia, de su único amigo, Peppino, y de su querido maestro Vincenzo, capaz con sus clases estimulantes y sus palabras cariñosas y sabias de abrir una ventana mágica hacia otros mundos posibles, hacia bellezas insospechables y aparentemente inalcanzables desde la miseria cotidiana.
No lo sabía, pero al parecer, en la posguerra el fenómeno de los niños migrantes, que se iban a buscar fortuna solos, sin la familia, movidos por las necesidades, era muy frecuente. Me pregunto si pueden existir historias más tristes, destinos más crueles. Sin embargo, la historia de Ninetto me gustó mucho; la encontré hermosa y conmovedora. Puede haber belleza también en el dolor, en el valor infinito de la supervivencia, en la fuerza y en la determinación de un muchachito, perseguido por la miseria, la soledad, la falta de cariño, que se vuelve a su vez un perseguidor, de sueños y de esperanzas, como lo son todos los que parten hacia destinos desconocidos.
Hace muchos años, en una exposición itinerante en el magnífico museo de la emigración de Ellis Island, en Nueva York, vi una bellísima escultura. Era la figura de un hombre que llevaba sobre su espalda un techo volteado, símbolo inconfundible de la casa, de ese hogar del que no nos separamos nunca, no importa cuán lejos estemos; símbolo de los afectos, de nuestra identidad y de todo lo que habita maravillosamente en nuestra alma. El peso del techo parecía doblarlo, como el dolor, que a menudo se insinúa, cruel, por nuestras vértebras, curvando nuestra espalda y pretendiendo doblar también nuestra voluntad…pero, mirándolo bien, ese techo, su forma, su inclinación particular recordaba, de cierta manera, un par de estupendas alas, medio abiertas, fuertes, a punto de emprender el vuelo. Así me quiero imaginar a todos los migrantes, con la casa siempre encima, mas no como un peso aplastante, sino como ese par de estupendas alas para seguir volando muy alto…
Guardo un recuerdo nítido y palpitante de Ellis Island. He respirado, allí, un clima de silencioso y conmovido respeto, de sincera admiración, de absoluta dignidad. Las fotos, testimonios de ese éxodo masivo y brutal hablan, gritan, y hay que escucharlas más que observarlas, pues son absolutamente indescriptibles. Creo que ningún otro lugar en el mundo hasta ahora haya sido capaz de producirme la misma, extraordinaria, revolución interior. Recuerdo que lloré durante toda la visita, revuelta hasta la última célula.
La historia, sin embargo, se repite o, más bien, digamos que continúa, que nunca se ha detenido. Y nosotros lloramos, sí, y nos conmovemos, sí… pero ¿cuántos “Ninetti” deberán huir aún? ¿Y cuántos, a diferencia de él, nunca llegarán porque quedarán varados como pequeños delfines sobre la arena de una anónima playa?
¡Y con qué prisa, espantosa, los olvidamos!
Photo Credits: Ken Brown