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Fabian Soberon
Photo Credits: bronx. ©

El último libro

Hacia 1960, con el Premio Nobel a cuestas, Camus sale en su auto por una ruta solitaria. Sufre un accidente fatal.

En uno de los rincones del vehículo, encuentran un manuscrito perdido en una bolsa. La bolsa negra está tirada en el asiento.

No es cualquier libro. Es un cuaderno arrugado que guarda los detalles de una vida. No es una vida cualquiera. Es su vida, la de su madre, la del padre desconocido, la de su abuela y la del tío Ernest.

El auto está destruido. El auto y su conductor han sufrido un accidente fatal. El cuerpo blando, frío, herido, está tirado junto a la chapa fundida, inútil. El cuerpo es inútil. Entre el cuerpo y el metal, está el cuaderno desconocido.

Lo que impacta es la vida de las cosas. Las cosas sobreviven a los muertos. Ciertas cosas sobreviven. Sobrevive un cuaderno. Es el borrador de una novela inconclusa: El primer hombre.

¿Qué es El primer hombre? Es un cuaderno inconcluso que contiene un libro inconcluso. Es una novela de no ficción que narra, con la estructura de la ficción novelesca, su vida humilde y rocambolesca en Argelia.

Con una adjetivación precisa, con imágenes que agrandan la página, Camus narra la llegada de sus padres a los suburbios de Modovi, en Argelia.

Su padre y su madre llegan a una tierra roja, miserable y hostil. Llegan de noche, y la mujer está embarazada. Buscan un médico y un árabe corpulento los ayuda. Al dar a luz, nace Jacques, alter ego de Albert Camus. Desde el inicio del libro, se hace patente la pobreza ciega en la que viven los padres y en la que vivirá el propio Jacques: “Él había crecido en una pobreza desnuda como la muerte, entre sustantivos comunes.”

El libro se ordena, se organiza, a partir de la búsqueda del padre muerto. Camus no conoció a su padre. El padre murió en 1914, en la guerra, por el efecto de un obús traidor y amargo. Los recuerdos, las escenas veloces, las acciones melancólicas y las aventuras infantiles se ordenan según la búsqueda del padre utópico. Frente al calor de la tumba, en el cementerio, Camus descubre que su padre no había sido sólo la figura abstracta y muerta del pasado sino un hombre vivo que había sufrido los embates de la gloria y de la pobreza.

Camus narra, con astucia y detenimiento, el momento en el que la madre recibe la noticia de la muerte de su esposo. Cuando el padre muere, le mandan las esquirlas del obús que ha matado a su padre. El obús le abre la cabeza. Como un río subterráneo, esta imagen recorre el libro.

Con un esplendor inusual en las palabras, el narrador se detiene en los juegos del niño Jacques: el sótano sucio, la humedad desperdigada, la mugre que invade todo lo que toca. Las aventuras, las corridas en la arena, las mentiras. El capítulo empieza con el viaje en barco de Camus ya mayor hacia la casa de Argelia. Y termina con la vuelta a la casa materna. En el medio, inserta el relato de las aventuras de infancia.

Una estrategia curiosa es la elección de la tercera persona. Camus escribe su novela autobiográfica en tercera persona. Quizás para tomar distancia de lo narrado, el autor cuenta las cosas como si fuera otro. Y dice: el padre de Jacques era «Infatigable en el trabajo, taciturno, ecuánime.»

Hay un fantasma que se desliza como agua turbia: la pobreza. Camus siempre tomó distancia de los honores y de los placeres intelectuales de la burguesía parisina. Siempre reconoció su anarquismo callejero, aprendido en el fango de los suburbios: «La pobreza no se elige pero puede conservarse.» Más adelante, aclara: “la memoria (es) de los pobres. Los ricos recuperan el tiempo.”

Uno de los episodios más conmovedores de la novela es la visita al cine con la abuela. Camus se demora en los ruidos de los chicos, en las dificultades de la anciana (ella no sabía leer) y en los olores de los dulces árabes que esperan en la puerta del cine.

Cuando describe los ambientes de su casa, elige los muebles, las superficies de las cosas para mostrar la opacidad de esa vida pobre y pueblerina.

Su tío Ernest tenía un perro llamado Brillant. Camus logra convertirlo en personaje y expone a través de la relación entre el perro y su tío, una de las facetas del carácter de Ernest. Éste, junto con sus amigos, solían ir a cazar en el campo. En medio de la noche, caminaban risueños con sus armas. Brillant auscultaba el verde y la negrura, y ellos, decididos, se reían con un espíritu solidario, ese espíritu que el filósofo elogió en libros como El hombre rebelde.

La abuela amaba a su hijo Ernest. Él era sordo mudo y no tenía una inteligencia destacada. Pero la abuela lo amaba. Ernest era bello físicamente y débil con el lenguaje. La abuela sentía debilidad ante la belleza.

Los árabes, el inolvidable maestro Germain, el reverbero de las voces, el polvo de la calle, la lluvia que baña el puerto y los pasajes: todo repiquetea como música melancólica en los recuerdos de Camus. La noche africana, más calurosa y menos festiva y rica que la parisina, se hace presente: los hombres de Argelia viven “llenos de esa angustia que se apodera de todos los hombres de África cuando la noche cae sobre el mar…”

Cerca del final del libro, Jacques advierte que sin el padre, tuvo que nacer solo, sin ley y sin moral. Tuvo que inventarse a sí mismo. Los ecos de Nietzsche, de la moral del rebelde, suenan como un tambor africano.

Como una novela autobiográfica inusual, Camus habla de sí mismo al hablar de los otros. Y habla de sí mismo como si fuera otro. Cuenta los episodios de su aprendizaje en el liceo, de su primer trabajo, esos días que fueron la antesala de la universidad y del brillo impensado del futuro.

Lejos de la pompa, lejos de la posterior envidia intelectual, lejos de París, ese niño que corre por la arena pisa el suelo árido y seco de África y sufre el calor y el dolor de la pobreza.

Escrito con una prosa que haría palidecer a Flaubert, Camus deja, involuntario, en el auto del accidente, un tesoro: su testamento novelesco. Plagado de evocaciones poéticas, no hay una frase en El primer hombre que no haya sido esculpida con el brillo de la prosa exquisita.


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