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esteban ierardo
Photo by: Phil Roeder ©

El trazo

Golpes en el yunque en el amanecer, en la llegada del sol. El modo como le gusta recibir un nuevo día a Adrien, el herrero.

El herrero Adrien nació casi al lado de la fragua. Su padre fue herrero y orfebre, y el padre de su padre también; una genealogía de hombres del fuego que se alarga hasta una raíz lejana. Cerca de la puerta de entrada de Tolouse, en el sur de Francia, Adrien forja los metales.

En sus orígenes antiguos la herrería no fue solo un oficio necesario; su relación con la metalurgia, con los poderes transformadores del fuego, colocó al herrero en el círculo de prácticas mágicas, de alianzas clandestinas con el demonio y diablos sulfurosos, y secretos encerrados en las cofradías de los iniciados en los trabajos en la fragua. Por eso, el herrero siempre provocó, combinados, sentimientos de admiración y temor.

Pero lo que Adrien conoce hace años es el desprecio. Un incendio de una iglesia mató a veinte feligreses. Sin ningún indicio, un sacerdote lo acusó de haber iniciado la fogata que trituró la piedra y la carne. La acusación no fue demostrada. Por eso, la autoridad religiosa no presionó para castigar al herrero. Sin embargo, desde entonces, la condena es social.

Solo quienes llegan desde algún lugar de la Provenza o más allá, que nada saben del aura diabólica que rodea al herrero, entran en su taller pidiendo sus servicios para arreglar la rueda de una carreta o afilar una espada o reforzar algún estribo. Eso impidió que muriera de hambre o que se fuera a otra parte.

Acostumbrado al rechazo el herrero no habla con nadie. Ese aislamiento le da más impulso a su fama de personaje diabólico, del que mejor es mantenerse lejos. Algunos pocos saben que Adrien alguna vez tuvo una esposa y un hijo. La mujer murió luego de parir a su hijo, y su hijo fue asesinado por una horda de perros rabiosos.

La familia Arnet vive cerca del taller de Adrien. Jean y Marie Arnet, aristócratas venidos a menos; viven del arriendo de unas tierras, y tienen una hija, Marion  Arnet. Jean pertenece también a una orden laica de los dominicos en la ciudad. Su celo religioso es tan fuerte como un jabalí. Marie no le va en saga en su devoción, siempre por todas partes anda advirtiendo a la gente de los peligros de Lucifer y sus tentaciones.

Marion acompaña a sus padres a las misas dominicales con cierta resignación. Sus padres contemplan con devoción al Cristo sufriente. Pero a Marion solo le atrae la virgen. Imagina que la virgen María ya no quiere que su hijo sufra; ahora solo quiere que se dedique a alimentar pájaros que vuelan muy lejos, hacia el mar. Y al salir de la iglesia, Marion prefiere ver el rostro de los jóvenes bellos que a veces se le acercan con ánimo de cortejo. Pero sus padres la cuidan como un ave de atractivo plumaje que mantienen cautiva en una campana de cristal.

Marion siempre escuchó a su padre hablar de lo demoníaco del herrero Adrien; siempre le advirtió que se cuidara de acercarse siquiera a su taller de fuegos malignos y golpes de martillo. No te acerques, Marion, el maldito tiene una tabla de madera, apoyada sobre una pared, en la que dibuja con carbón figuras que luego forja para ofrendárselas al demonio. Y ese hijo de Satanás no es solo herrero, también es orfebre. Y muchas veces Jean se lamenta de la falta de testigos del momento en el que el herrero empezó el incendio en la iglesia. Esos testigos hubo que haberlos inventado, una vez gritó Jean golpeando la mesa. Hubiera sido el modo de cumplir la justicia de Dios.

Marion escucha las diatribas repetidas contra el herrero. Pero a ella le gusta imaginar los árboles, un bosque, la hierba bendecida por la luz, el mar; el mar que nunca vio, y del que un tío le habló muchas veces.

La obstinación de su padre contra el herrero no decrece con el tiempo. Y como una reacción no querida, quizá, esa insistencia despierta la curiosidad de Marion.

Un día sus padres viajan con su carreta hacia la no tan lejana Albi para organizar los preparativos de una fiesta de la Virgen. Originario de Albi, Jean quiere que allí el festejo mariano brille con tanta fuerza como en Tolouse, dos lugares donde antes que el Señor dispusiera lo contrario, hace mucho tiempo, estaban infectados por herejes cátaros.

Entonces, aprovechando la ausencia de sus padres, Marion decide conocer el taller del herrero. Sale por la puerta de entrada de la ciudad fortificada; allí está el taller. Al acercarse no se encuentra con lo primero que esperaba: los sonidos de martillo, las señales del herrero abalanzándose sobre el yunque y algún metal. El lugar, construido con troncos de madera, tiene un techo del que cuelgan cuerdas, en cuyos extremos penden herraduras. Hacia adelante se extiende el paisaje y el camino a través de ese paisaje como vía de entrada a la ciudad.

La puerta está entreabierta. Por un momento, Marion se detiene. Siente la contradicción entre su deseo y la prohibición paterna de acercarse. Pero se reanima. Avanza sobre la puerta, pregunta por el herrero. A través de la apertura entrevé el yunque, la fragua, fuelles, espadas, espuelas, martillos, hierro, cobre.

Se atreve a repetir el llamado. El silencio es de vuelta la respuesta. Hasta que una voz entrecortada, débil, pregunta quién es. El miedo, y la conciencia de su desubicación, paralizan de nuevo a la joven. Quién es, necesito agua y algo de comida. Marion entonces olvida su temor. El pedido la impulsa a responder y entrar. Ve entonces al herrero, de cabellera encrespada y rubicunda, tendido sobre su cama vieja, abatido. Cerca está la tabla de madera apoyada sobre una pared. En la tabla no hay ninguna figura.  Y la joven escucha: tengo una fiebre, con descanso creo que me repondré, pero mientras tanto no puedo alcanzar el agua ni algo de pan.

Marion solo piensa en dar ayuda. Sabe que tiene todo el tiempo necesario para volver a casa, y buscar comida y agua. Eso hace, y vuelve donde el herrero; le da de beber y le entrega pan y queso. El herrero la mira con sorpresa y agradecimiento. Sí, gracias, pero vete y no vuelvas.

Marion se marcha con un sentimiento de confusión, temor, desconcierto. Le sorprende no confirmar esa aureola de malignidad de la que tanto le habla su padre. El herrero es solo un hombre triste, abandonado, se dice. Alguien con otro camino. Un acantilado distinto frente al mar.

Los años pasan y Marion se prepara para su casamiento forzado. Y no le sorprende el hecho de que, año a año, sus padres hablen con más odio no solo sobre el herrero, sino también sobre los judíos, los árabes, los franciscanos que polemizan con los dominicos, o los comerciantes genoveses y venecianos que vienen a la ciudad para vender sus telas y especias traídas de muy lejos.

Desde muy niña se había encariñado con una figura de una virgen de madera que reposa sobre un mueble de su casa. Un día la virgen se cayó, su cuello se partió, su cabeza se desprendió. Lo lamentó como un sueño de paz destruido por una tormenta. La virgen descabezada, y su cabeza partida, la conserva sobre el mueble, pero cubiertas por una tela blanca.

Entonces, un día alguien golpea la puerta.

¡Arnet, Arnet la peste llegó! Dios se cansó de nuestros pecados, nos manda la plaga para castigarnos. Sépanlo. Jean y Marie se alteran. Van a la iglesia. No se preocupen, los tranquiliza un sacerdote. Hay algunos enfermos, pero todavía no hay una verdadera peste. Jean y Marie se calman. Visitan muchas parroquias de la ciudad. Y una mañana nace una lluvia, mezclada con gritos y manchas en la piel, de fiebre alta, tos y protuberancias en el cuello.

La peste es declarada en la ciudad.

Se prohíbe la entrada o salida de personas, carruajes y carromatos. Marion coloca un pañuelo húmedo sobre las frentes de su padre y su madre.

En la ciudad, los perros vagan más libres entre las calles; los murciélagos se animan a vuelos nocturnos más extensos; los constructores de ataúdes, los que sobreviven, secretamente festejan el aumento de encargos, al menos con ellos Dios no está enojado. Los martillos que construían nuevas iglesias se silencian; el bullicio y variados colores de los mercados se desvanecen; en las casas en las que la peste lleva sus guadañas, se pinta una marca en su fachada como advertencia; en las que quedaron abandonadas por la muerte de sus habitantes, los saqueadores se abalanzan para robar sin trabas.

Su prometido es una de las primeras víctimas. Y Marion humedece la frente de sus padres con un pañuelo mojado. Sus ojos demuestran que poco o nada pudo hacer para detener el mal. Cuando ya su piel es un texto pestilente de bubones y esputos sanguinolentos, Jean murmura una canción de su infancia; y Marie, con sus pocas fuerzas, le grita a Lucifer que se aleje y la deje marchar en paz hacia los brazos del Señor.

En un cofre escondido detrás del mueble en que está la virgen descabezada, Marion consigue unas monedas que le permitirán pagar el entierro de Jean y Marie; recibe algunas hortalizas y verduras que la ciudad distribuye; y ve pasar a los médicos con sus máscaras de narices ganchudas en la que depositan sustancias aromáticas para filtrar los olores de la peste.

Y Marion ve a los hombres de las narices grandes cuando entran a su casa, cuando ella es la que ahora está llena de sudor; mientras el frío del invierno crea hilos pesados en el aire. Y el médico le da una jarra de agua. No temas. Volveré.

Pero en los días que siguen el médico de la nariz rara no vuelve. Marion desfallece. Al entrecerrar los ojos ve grandes parajes de hierba, escucha campanas lejanas; sobre una roca, frente al mar y un acantilado, un ave come a un sacerdote muerto.

Entre las horas solitarias, el tiempo es la navaja que corta poco a poco la garganta de Marion. La pesadilla no es distinta, finalmente, a la realidad; es la creatura del sueño que devora su entorno, las paredes húmedas, el mueble con la virgen descabezada, un cuadro de Cristo crucificado, el piso de polvo y frío.

Marion solo murmura algo, cuando unas manos levantan su cabeza para ayudarla a sorber una sopa. Gracias doctor, la joven alcanza a agradecer a quien se supone la auxilia, pero un día después, a veces su conciencia se apaga como un fuego a punto de extinguirse.

Por momentos escucha golpes lejanos, distingue un metal que cobra otra forma, mientras siente nuevamente las manos que alzan su cuello y su cabeza y la alimentan. Eso se repite hasta que la joven ya no puede percibir las secuencias del tiempo: quizás han pasado unos días, o unas semanas. Y la nieve inventa sus copos que tapizan la ciudad en la que, de a poco, la peste decide una retirada, o una tregua.

En su trance entre lo real, la pesadilla o el ensueño, Marion camina por la hierba; sentado en una roca, su padre la espera. Has visto lo que nos ha hecho el herrero. Por no quemarlo ahora Dios nos castiga, por haber sido indolentes con ese aliado del diablo. Sí, tiene razón, padre. Me alegro que te des cuenta ahora.

El sol calienta la hierba. El taller del herrero no está lejos. No vayas allá Marion, solo encontrarás esa tabla de madera, apoyada en una pared, en la que, con un pedazo de carbón el maldito traza las ofrendas al diablo que forja en su yunque. Mejor vuelve, y si sales de la casa de nuevo, no olvides distinguir la verdad de la maldad. Solo nosotros, los iluminados por el único Dios verdadero, conocemos esa diferencia, entre lo bueno y lo malo. Sí, padre.

Y Marion siente una mano que pone un paño húmedo en su cuello. Ya no puede distinguir a nadie. El desconocido, de vuelta, la ayuda a beber una sopa. Algo de luz se cuela sobre su piel y la virgen sin cabeza; también circulan murmullos de espectros; o ángeles en tránsito hacia el cielo. Y la mano que ayuda a Marion frota en su frente un amanecer que se acerca.

En un día, nuevo, Marion despierta. Se levanta. Sin distorsiones. Ni visiones. Acaso por un milagro o por la ayuda recibida, se ha recuperado. La casa está solitaria. Como siempre fue. Pero ahora sobre el mueble, al lado de la virgen sin cabeza luce otra virgen, nueva, de cobre. La joven toca la nueva virgen. Se maravilla con su ruda belleza, con abolladuras, pero sólida.

La peste se ha ido. La nieve sigue descolgándose desde el cielo. El invierno sigue con su rutina, para la naturaleza no existe el sufrimiento humano. Y Marion sale a la calle. En la nieve caída hay unas pisadas desde dentro de su casa hacia una dirección a descubrir. La joven se abriga con una piel que permanece en su armario. Con su cabellera suelta y renacida, camina por la calle. Sigue las huellas. Los perros pasan sin ladrar, como también agradecidos por el alivio que vuelve a las calles y las casas. Y hay más claridad. Está de vuelta por llegar el sol.

Entre el agradecimiento por las cosas de nuevo percibidas, Marion nunca deja de seguir las huellas en la nieve que fluyen hasta la puerta de entrada de la ciudad fortificada, de nuevo abierta. Las huellas siguen hasta el lugar de la forja y la fragua.

El sol abre la mañana. Fuera de su taller, el herrero golpea un metal sobre el yunque. Su martillo resplandece. No lejos, el bosque y la hierba, el horizonte, y unos pájaros que pueden volar muy lejos, hasta el mar.

En el costado del taller la ventana está abierta. Y a través de ella, Marion ve que la luz entra ya plena por la puerta, e ilumina la tabla de madera, en la que el carbón dibujó, con un único trazo, una virgen de cobre.


Photo by: Phil Roeder ©

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