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El tratamiento con higuereta

Maleta con libros perdida… en fin.
Venezuela me produce quemaduras como una plancha
prendida, hasta cuándo.
Claudia Sierich

Torment in Venezuela. Lacking Drugs, Mentally Ill Drift Into Despair and Psychosis en primera página del New York Times. Una foto supuestamente tomada en un hospital mental público donde no hay comida para los enfermos. Los antisicóticos también están desaparecidos.

Recuerdo el sueldo de empleado público que cobra el dealer allá por las veinte diarias de Alprazolam que ordenan algunas vidas caóticas. Así la mitad del día se va en conseguir el dinero para las pastillas y la otra mitad consumiéndolas. Mientras, la jornada de un revendedor callejero también se ha vuelto exigente: saber llegar al punto donde mejor se trapichea con la comida y la salud de un país, allá te pone flaco.

A. me advierte que lo que importa es lo que queda al final del día. No hay que detenerse en el morbo que desata la foto de una carie o de un mural nostálgico de Chávez sonando una Small Merengue Guira mientras amaba a los pobres de El Bronx, ni transformar en literatura a los manicomios, pero me empieza a dar vueltas un trozo de Leopoldo María Panero, Los años han roto mi cara/y dicen que no es sangre, sino pus lo que corre/lentamente por el tembladeral de mis venas/donde agoniza un dios del pasado/que desde el poema nos llama con la mano de un muerto.

Y te empiezas a dormir por todas partes.

Teclear, sin que te quede nada por dentro, sería más terapéutico. Pero llega una hora en que tus propias manos te tapan la boca. Ahora necesitas el Castor Oil también para los pinchazos de la muñeca.

Si estuvieras allá, el tormento te hubiera consumido, parece que oigo al loco suicida que se desangra en la laja de la calle y que mi abuela consuela. La recordé cuando vi los rostros del final de Antonin Artaud: En el hospital de Rodez yo vivía bajo el terror de una frase: El señor Artaud no come hoy, pasa al electroshock. Años después habían dinamitado la piedra. Ni rastro de las enredaderas de coronillas donde jugábamos y a la que nunca volví después que el viejo demente se suicidara allí. Tampoco sabría encontrar la tumba de aquella abuela que iba de un sitio a otro desparasitando niños con higuereta, mediando entre enemigos, bajando de la soga a ancianos exhaustos, oyendo la última conversación cuerda de un loco.

Caminar también sería terapéutico, si no te durmieras por las veredas.

Hasta que reconoces la mancha roja en el follaje cerca de la Marina. Inflorescencias de la higuereta que puede paralizar si se suministra en dosis muy concentradas pero que convertidas en gotas alivian la mano adolorida que no escribe, ni pesca como algunos parroquianos al atardecer en La Marina al final de la Dykman Street.

Alguien me despierta ofreciéndome un pescado con el que regreso feliz a casa.

A. levanta las cejotas lo más que puede, me lo arrebata y corre a tirarlo por el bajante.

Que me dé por seguir usando plumas fuentes vaya y pase, total, la tinta no es tan venenosa. Pero que por no poder usarlas cuando se me retuercen los dedos y recurra a los aceites de Higuereta es muy irresponsable cuando ya se sabe que aquí estamos en alerta por los sobres terroristas interceptados con trazas de la planta.

Hay que oír a A. Debo tener cuidado de no seguir trayendo y llevando tóxicos.

Cómo se me ocurre cerrar los ojos en los vagones y en los parques donde han pasado el verano tantos dementes que han soltado por el buen tiempo o por un asunto de salud pública no resuelto con las farmacéuticas. Aquí tampoco los revendedores la tienen fácil.

Me pongo en cuarentena. Por unos días no leer noticias. Apenas asoma la palabra Venezuela, otro yo viene a buscarme para que socorra a los suicidas, y sin las plantas ni la templanza ni los libros ni el humor de mi abuela, y sin mi abuela, deriva entre la desesperación y la psicosis. Eso sí, como tampoco heredé su osatura, aletargada echo una barriguita de grasa mala, nerviosa.

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