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Photo Credits: Matthew Rutledge ©

El Tlalpan de las alas blancas

A pocos días de que terminara la temporada de frío y hambre, un pequeño autobús de color morado me trajo a una zona en la Ciudad de México repleta de iglesias que ronronean sobre las piedras porosas. Caminas junto a ellas y la punta de una pluma de ave te toca los oídos: son los coros. Te acompaña la imagen de velas marcando caminos que, según las películas, podrían llevar al más allá. Luces amarillas, naranjas, blancas.

Es la tierra la que me llama y las piedras las que veo por calles que cruzan directo hacia otras que no parecen terminar. Los autos han dejado de pasar, las personas se han callado. A lo lejos pegan los gritos, los tiros, las explosiones ahogadas en las paredes de concreto y en las coladeras. La ciudad no está bajo ataque, pero alguien intenta reventarla con arietes con la punta afilada. Hay líneas de fuego como las de Alepo que provocan heridas leves y breves en el cielo. Las puedo ver desde Tlalpan.

Al caminar y apreciar las luces la hierba en las paredes de las casas viejas me acaricia. Tienen esos botones y esas flores blancas con centros blancos y puntos negros que parecen ojos que me observan. La ropa no importa tras el cuerpo que es agua y es movimiento circulatorio. Me toco un poco el cabello y hay estática en mis manos.

Se tiene que respirar con cuidado para que no entren insectos en las fosas nasales. Hasta el momento tengo miedo de ese aire con sabor a hoja quemada impulse aguijones dentro de mí.

Mis tenis agarran con desesperación las piezas del camino empedrado y puedo sentir las fragancias que hieren la parte interna de la nariz. A mi alrededor hay edificios abandonados y bardas protegidas por alambres de púas que despiertan la curiosidad sobre qué misteriosos ojos nos observan tras las ventanas y con armas de fuego desde los techos.

Hay un par de luces y un kiosco con banderas rojas y azules que ondean como alas y lenguas que tocan el viento. Alguien toca un instrumento musical agudo y monedas caen al piso. Yo avanzo, yo piso, yo respiro, yo me muevo.

Giro el cuerpo una y otra vez y empiezo a simular esos campos de maíz donde aparecen ruedas enormes que se incendian en la noche y que pueden verse a kilómetros de ahí, incluso desde el espacio. Mi alma la siento en la boca y mis músculos están tensos. Necesito más altura.

La lluvia me rodea, las calles tienen escamas y la antigüedad tiene remordimientos. Me quito los tenis, “soy un hombre descalzo” e intento encontrar alguna de esas cuevas que solo se encuentran en esta calle que no recuerdo como se llama y en la que hay muchos árboles. Allí hay un parque y un hombre metálico que está sentado, sin hablar con nadie.

Toco con las manos, palpo con los dedos, siento con la lengua, y las hojas verdes me besan y me sueltan lengüetazos que siento que me llenan de amor y misericordia. No sé si existe Dios pero es bueno gritar aleluya. Mañana, cuando deje de hacer estas cosas, será otro día. Mañana, cuando esté más tranquilo, podré caminar de regreso. Mañana, más niño, sonreiré por las calles de Tlalpan.


Photo Credits: Matthew Rutledge ©

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