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The Lady of Shanghai Orson Welles
Fotograma de la película The Lady of Shanghai, de Orson Welles. Rita Hayworth en la escena del laberinto de cristal.

El tiro

Un día, Sharon y yo nos pasamos de rosca. Las dos. Yo no quería cortar, pero no tenía nada nuevo que decir. Quizás necesite el contacto más que ella. Al menos, eso es lo que siento cuando veo que ella se dispone a acabar la conversación. Me conformo con mirar su rostro en la pantalla, no me importa estar en silencio, pero ella no quería continuar y atajó malhumorada mis ruegos.

La “distancia digital” es perversa: o nos magnifica o nos banaliza; sentí un rechazo, un corte, una humillación al borde casi de una agresión, cuando en realidad ella solo me estaba diciendo adiós, hasta la próxima, no puedo más, me caigo de sueño… Me he dado cuenta de que tengo miedo a acabar las conversaciones, porque cuando terminan, me quedo frente por frente con la pantalla, con esta dichosa tecnología que se hace indispensable, tan sutil, tan transparente que ni se distingue del espacio que habitas, como una segunda piel, metida en tus ideas, en tus pensamientos y emociones… pero tecnología al fin y al cabo, que nos junta a muchos kilómetros de distancia a través de dos pantallas. Dos terminales que simulan el encuentro, y la presencia.

– You would say anything to keep me anchored here like a servant. You only want my attention (¿y qué iba a querer yo si no?, comenté), as though I were some sort of audience for you to perform to on the screen (este comentario me soliviantó).

– You turn my attention into an emotional currency.

– !No creo que me haga millonaria, desde luego!, le dije con sarcasmo, ya cabreada.

– Well, you won’t have it! You and your bloody, histrionic pride, always making things up just like you make yourself up, and you blur the truth as though we were onstage, I’m fed up with it all! Nadie me había dicho tan claramente que mi vida era puro teatro, un mambo de la Lupe.

Comentarios atolondrados, superfluos, pero así empiezan las broncas, poquito a poco. Mi histrionic pride nunca le había molestado, al contrario, le ponía, pero se le habría cruzado algún cable. La dejé hablar. Intuí que sus patadas no iban contra mi pero que daban en mi trasero. Me acusó de intentar manipularla a través del computer. Me eché a reír y le pregunté, ya con mala onda, que si estaba fumada. Y me soltó a bocajarro:

¿Have you ever really hit someone?

– No recuerdo, le respondí.

I mean blood, continúo Sharon.

– No, ¿qué insinúas, que me vas a pegar?

A través de la pantalla de mi computer, su rostro gesticuló amenazante. Me atreví a hacer zoom y aumentar su rostro, con un primer plano gigante de su cólera rezumándole por la cara, brotándole desde los poros entre el fino vello facial. Los ojos se le quedaban muy quietos, mirando fijamente la pantalla -se supone que a mí- mientras profería sus invectivas. En aquel momento, no había otra víctima posible, solo yo, pero me queda la duda de si era a mi a quien ella miraba en la pantalla o si estaba viendo otras imágenes al mismo tiempo. En sus gafas de leer se reflejaba movimiento, agitación, quizás una película… La desconfianza me heló la sangre.

Sharon me amenazaba con hacerme lo mismo que le habían hecho a ella: daño; con golpearme hasta que me saliera sangre. Cuando lo entendí, más confundida que cuerda, sentí que sin tocarme ya me había golpeado. Me quedé hueca, titubeante, mareada. ¿Dónde me golpeaba Sharon, para que me sintiera tan mal? ¿Era yo de verdad una orgullosa teatrera que mercadeaba con las emociones? ¿O en su lenguaje eso quería decir que yo era una tonta hispana del sur? ¿Por qué quería pegarme Sharon? Una conversación inane, a punto de terminar, abrió para mí las puertas de una rara tragedia.

Entretanto, ella sacó algo de un mueble cercano a la mesa dónde tenía la computadora, y me apuntó, creo que con una minúscula pistola. No sé si disparó o no, o si era quizás otro tipo de arma o si era una broma o qué; no oí más que un rumor de papel arrugándose, pero sí vi que me apuntaba, y miré su rostro fragmentado, hecho añicos pero inmóvil, hasta que desapareció de la pantalla. ¿Quien murió allí? Ella se deshizo, pero no fui yo quien la mató sino al revés. Me mató ella. Yo fui la que debí caer al suelo y no ella, porque yo estaba, por dentro, muerta. Metáfora exacta del crimen “inverso”, tan común en las redes: El verdugo se apropia del papel de víctima, y la víctima es acusada de ser un inopinado verdugo; te culpan, te apuntan, y te liquidan. Nadie chista. Todo en las redes es sumario, jacobino. No se tolera fácilmente la inocencia, ni la propia ni la ajena.

Rita Hayworth
Rita Hayworth, fotograma de la película The Lady of Shanghai, de Orson Welles.

Me dieron ganas no ya de romper con Sharon sino de borrarla de un plumazo de mi vida, como quien apaga una pantalla. Y de hundirla para siempre en el mismo anonimato con que las redes sociales amparan crímenes. Escenas del abuso que sufrí en la escuela me asaltaron de nuevo y el eco de aquella violencia, del acoso, del intento de violación, se apoderó de mis pensamientos. Perdí la cuenta de todo. Hasta que días después Sharon rompió -¿resucitó?- un silencio sepulcral, y se disculpó, e hicimos las paces. Me insistió que no era a mí a quien disparó, sino a la pantalla, a los chicos y chicas tan listos de Sillicon Valley, al ejército y a los multimillonarios que poseen la web y la tecnología, y que solo persiguen el lucro con el abuso y la oscuridad. Eso me dijo. Y yo le contesté que la tecnología es la magnánima prótesis de nuestros cuerpos insuficientes, y que era mejor aprender a emplearla bien que andar a tiros con ella. Pero, ¿quién quieres que sea el dueño de este cotarro digital, del www y sus productos incontrolados?, continuaba perorándome Sharon emperrada, ¿Rusia? ¿China? ¿Pero, por qué un balazo en mi cara?, le solté. Al final, la calmé como pude. No fuera que me descerrajara otro. Así es la espiral de estos enfados: deseas aniquilar al otro y, como te descuides, te vuelves una cabrona. Pero solo de una depende serlo toda la vida porque lo más fácil es devolver lo mismo que te han hecho -que suele ser lo mejor que has aprendido-, y de paso aumentar la violencia un poquito más. Hasta que además de cabrona te vuelves una pringada. Pero esa lección ya la he aprendido, quiero a Sharon y sé que, pese a las apariencias, ese tiro no era para mí.


Fotograma de la película The Lady of Shanghai, de Orson Welles. Rita Hayworth en la escena del laberinto de cristal.

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