Somos una revista independiente que sobrevive gracias a tu apoyo. ¿Quieres ser parte de este proyecto? ¡Bríndanos un café al mes!
lisbon 1700
Photo by: Pedro Ribeiro Simões ©

El terremoto de Lisboa, entre la filosofía y lo impensable

El gran terremoto de Lisboa ocurrió a las 0930 hs, aproximadamente, del 1 de noviembre de 1755, durante una soleada mañana. La capital portuguesa tembló en lo que parecía el final de los tiempos. La devastación provocó grietas de hasta cinco metros, levantó olas feroces y un incendio que mató a miles de humanos y animales. En los tiempos de la Ilustración, ante la trágica destrucción del sismo reaccionaron pensadores como Voltaire, Rousseau o Kant.

El terremoto en la capital portuguesa hoy se calcula en 8,4 según la escala de Richter, y su duración fue inaudita: habría durado entre 6 a 10 minutos. Un evento apocalíptico. La colosal energía liberada cegó la vida de, quizá, de 70000 a 90000 personas, aunque distintas fuentes difieren en la cantidad. ​El golpe catastrófico fue inclemente con otras 10000 personas en Marruecos, y el horror y la muerte se extendieron hasta el sur de España. El epicentro del sismo se sitúo en el océano Atlántico, a 300 kilómetros de Lisboa.

La ciudad más importante de Portugal en ese entonces tenía 275 000 habitantes. De fuerte impronta católica, antes del terremoto, en Lisboa, se agrupaban cuarenta parroquias, noventa conventos y muchas iglesias. Ciudad rica, a diferencia del resto del territorio lusitano, con muchas riquezas en sus palacios e iglesias, en parte producto de la próspera actividad comercial de su puerto, en el que fondeaban numerosos barcos.

El día del sismo era una importante fiesta católica: la Festividad de Todos los Santos. Por eso, muchos prendían velas para los difuntos. Aquel acto de fe dio pábulo luego al incendio voraz.

La arquitectura erigida durante el periodo del rey Manuel I de Portugal, en el siglo XVI, fue arrasada como un Teatro de la Opera inaugurado solo seis meses antes; el Teatro Real Paco da Robeira sucumbió junto al Palacio Real, a la vera del río Tajo, con una biblioteca de más de setenta mil volúmenes y muchas pinturas de Tiziano, Rubens y Correggio; hoy allí se encuentra El Arco de Augusta o Arco del Triunfo de la Rua Augusta, en la parte norte de La Praça do Comércio.

Archivos de gran valor histórico desaparecieron, como los informes sobre las muchas exploraciones, entre ellas, la más importante, la de Vasco da Gama que, tras descubrir la ruta por África y el Índico hacia la India, fue recibido en el Palacio Real.

Las iglesias se desmoronaron por doquier. Pero La catedral de Santa María, la más antigua catedral de Lisboa, del año 1147, logró resistir. En el gran Hospital Real de Todos los Santos, o también conocido como Hospital dos pobres, cientos de desdichados perecieron carbonizados, abrazados por el incendio posterior al seísmo. Hoy, como en Francia se conserva la localidad de Oradour-sur-Glane para recordar los crímenes de guerra allí perpetrados por las SS, en Lisboa se preservan las ruinas del Convento do Carmo, como regreso a la hecatombe.

Al momento de la catástrofe, reinaba José I que, en la práctica, fue reemplazado por Sebastiao Jose de Carvalho e Melo, el marqués de Pombal, primer ministro y favorito del monarca, aunque cuestionado por la aristocracia. Por su eficacia como gobernante, Pombal se impuso, al tiempo que acercó Portugal a los países del Norte de Europa; y, desde sus ideas ilustradas, restringió el poder del Tribunal del Santo Oficio; consiguió la disolución de los autos de fe (el acto público dispuesto por la Inquisición, en el que los condenados renunciaban a sus pecados y se mostraban arrepentidos); y frenó la discriminación de los cristianos nuevos (judíos o musulmanes que se convertían al cristianismo).

De forma providencial, la familia real escapó de la destrucción. Pero el rey contrajo temor a permanecer bajo techo, por lo que dispuso la corte en un complejo de tiendas, en las colinas de Ajuda.

El marqués de Pombal gobernó la tragedia, y lideró la reconstrucción. Envió bomberos para batallar contra el incendio; organizó el entierro de miles de cadáveres y, a pesar de la oposición de la Iglesia, ordenó arrojar a muchos otros al mar para impedir epidemias. Y se levantaron muchos patíbulos para la ejecución de los saqueadores, mientras el ejército impidió la fuga de hombres capaces de remover las ruinas.

Por aquella respuesta, enérgica y veloz, al cabo de un año la ciudad castigada renació, con un renovado vigor.

 

El castigo de Dios. 

El terremoto de Lisboa propició un dispositivo de argumentaciones que buscaron comprender la catástrofe. Una de las interpretaciones era la de la religión cristiana. Antes del terremoto, Portugal específicamente, lo mismo que España, era una de las sedes más poderosas de la Inquisición. De hecho, comerciantes y viajeros ingleses y alemanés, identificaban a Lisboa como “la ciudad de la Inquisición”.

Y como ocurrió con la peste negra en la edad media, para muchos observadores católicos el evento desolador era signo de una voluntad punitiva divina. Mediante temblores y olas salvajes, la cólera de Dios castigaba a la humanidad corrupta. La teodicea, una rama de la teología, intentaba liberar a Dios de la responsabilidad por el mal. Por eso para esta visión, el mal solo procedía de la corrupción humana.

Esa mirada de la teología del castigo ya desentonaba con el clima de época ilustrada, que reinaba en la Europa del siglo XVIII. La Ilustración era el movimiento filosófico aliado al racionalismo y la ciencia de la verificación empírica, en pos de enunciados de conocimiento universal y necesario.

Lo ilustrado representaba las fuerzas de una modernidad secularizadora, que inevitablemente colisionó con la religión dogmática y tradicionalista, socia de las monarquías absolutistas, negadoras de libertades.

En el tiempo ilustrado, la comprensión del sismo no provendrá ya de la religión, sino de la ciencia. Con el terremoto de Lisboa nace la sismología moderna.

Y la crítica racional encuentra la base contradictoria de las proposiciones religiosas. Y una de esas contradicciones era que, si el terremoto era “correctivo divino”, ¿por qué la parte de Lisboa en la que muchos sobrevivieron fue el barrio de Alfama?

El barrio de Alfama (de la palabra árabe al-hamma o baño), es el más antiguo de la ciudad, frente al Barrio Alto, hoy de gran circulación turística, y el único que conserva su trazado original de las calles. En Alfama, habitado por delincuentes y prostitutas, la letalidad del sismo fue mucho menor. Se impone entonces la dificultad para comprender a un Dios que castiga a quienes estaban en las iglesias, y perdona a quienes vivían fuera de la vida virtuosa.  

 

Entre el optimismo y el pesimismo, Voltaire y Rousseau.  

Ante la destrucción, pensaron Voltarie, el gran espíritu ilustrado, y Rousseau, el autor de El contrato social y El Emilio.

En el caso de Voltaire, de verdadero nombre François-Marie Arouet, éste escribió El poema sobre el desastre de Lisboa, y la famosa novela Cándido, en 1759. Los versos de Voltaire fueron su primera respuesta ante los sucesos. Su entonación poética rebosaba pesimismo. Esta actitud lo condujo al enfrentamiento con el optimismo metafísico de la filosofía de Gottfried Leibniz, cuya Teodicea prescinde de las imperfecciones del mundo afirmando que vivimos en el “mejor de los mundos posibles”, creado por un Dios perfecto que asegura una armonía preestablecida. Aunque “lo mejor” aquí no importa superioridad moral, sino perfección matemática.  En esta visión el mal no es un aspecto constitutivo del mundo.

En Cándido, el personaje que da nombre a la novela viaja a través del mundo acompañado por su preceptor Pangloss, y el mestizo Cacambo. Panglosses encarnación de la filosofía leibniziana del optimismo a ultranza, “tout est au mieux” (“todo sucede para bien”), y vivimos en “le meilleur des mondes posibles” (“el mejor de los mundos posibles”), y si algo malo ocurre esto es parte de una necesidad superior. Así, lo “panglosiano” describe a quien, ingenuamente, cree que nuestro mundo es el mejor de los mundos posibles; mientras que Cacambo personifica la sabiduría práctica, la mirada realista carente de ilusiones.

Al final, luego de muchas aventuras, Cándido se detendrá cerca de Constantinopla donde fundará un jardín, porque  Il faut cultiver notre jardin (Hay que cultivar nuestro jardín). Cuando se sabe que el mal y la crueldad no desaparecerán, lo único que queda es hacer florecer, (“cultivar nuestro jardín”) lo mejor que se pueda. Dentro de un mundo incorregible, lo único que podemos hacer es cultivar lo mejor posible nuestra parcela de vida. Voltaire así impugna el optimismo a ultranza, en acaso una encubierta autocritica a sus posiciones anteriores,

Y Jean-Jacques Rousseau, el gran pensador de la Ilustración y el romanticismo a la vez, le replicará a Voltaire con la Lettre sur la providence. El autor del Discurso sobre las ciencias y las artes, no comparte ningún optimismo ingenuo, pero, a su vez, reprende el pesimismo volteariano. Cierto optimismo es necesario para mitigar la desgracia, y el origen del mal no está ni en Dios ni en el mundo, sino en “el hombre libre”. Su mala decisión de vivir apiñado, en poco espacio, agravó la devastación. De haber vivido de forma más dispersa, el efecto destructor del terremoto se hubiera aminorado hasta, incluso, casi desaparecer. Un Rousseau crítico de la concentración urbana moderna, en definitiva, asoma entre los temblores y el tsunami en Lisboa.

 

Kant, y el olvido de lo impensable. 

Kant es uno de los filósofos máximos de la modernidad, el autor de una decisiva teoría del conocimiento, por la que el sujeto construye la experiencia de los objetos en su Crítica de la razón pura (1784), dentro de lo que se conoce como su etapa crítica. En su etapa juvenil y pre-crítica, el genio kantiano no quedó preso en el pesimismo volteriano, en su texto sobre las causas del terremoto, de 1756.

Según el joven Kant, los terremotos son causados por un fuego subterráneo, que a la vez que genera destrucción, crea baños y manantiales calientes, y beneficia a la vegetación con las sustancias liberadas. Y la explicación kantiana del terremoto y otros desastres naturales, parte de la omnipotencia creadora de Dios, que se expresa en leyes mecánicas naturales, que sostienen el orden del universo.

Por lo que la generación del sismo en nada se vincula con un castigo a un sapiens descarriado, sino que su dinámica es la consecuencia de procesos naturales. El genio de Königsberg así preservaba un orden divino de las leyes en la naturaleza. No hay lugar así a la intervención en la historia de un Dios que castiga, ni un mal capaz de destruir un optimismo moderado.

En cuanto a su repercusión filosófica, así, el terremoto de Lisboa atemperó el optimismo sin matices. Trabó la confianza en el progreso. Asumió que la razón no puede prever las fuerzas inmanejables de la naturaleza. Y cuando la respuesta filosófica se enfrentó al terremoto de Lisboa intentó pensar sus causas y consecuencias, pero no asumió lo impensable del sufrimiento.

El horror experimentado por las víctimas dentro del terremoto es parte de lo impensable, de lo que solo puede ser evocado, parcialmente. Miles de personas empezaron una nueva mañana, sin poder sospechar el cataclismo cercano. Caminaban. Reían. Oraban. Intimaban. Oraban. Leían. Compraban y vendían, cuando la tierra tembló. Entonces, las personas empezaron a morir dentro de las iglesias despedazadas, a fuerza de temblores y fuego, atrapadas por el horror imposible de expresar.

Los que pudieron escapar buscaron refugio en los muelles. Pero pronto las aguas del río Tajo y el mar retrocedieron, para volver con apocalíptica fuerza salvaje. El sufrimiento entre el temblor de la tierra, las llamas que quemaban la carne, o las olas gigantescas, o el sufrimiento en las distintas situaciones de muerte cruel en la historia.

El recuerdo de que todo aquello que puede ser pensado por la filosofía, muchas veces, va acompañado por lo impensable, fuera de la palabra.


Photo by: Pedro Ribeiro Simões ©

Hey you,
¿nos brindas un café?