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fabian soberon
Photo by: Alexandru Paraschiv ©

El suicida ejemplar

la muerte tan premeditada de Mishima es una de sus obras

Marguerite Yourcenar

El escritor y su pequeño amante ingresan, decididos, al gran salón. Tienen la marca invisible en la frente. El escritor lleva un sable antiguo en sus brazos. El otro oculta una daga joven debajo del abrigo.

El escritor, agitado, salta la balaustrada y se para en el balcón. La tropa ya está avisada. Ese día su líder cometerá el mayor acto sagrado. Por eso la tropa lo aviva cuando lo ve, eufórico, debajo del balcón.

El escritor empieza su discurso. Ardiente, violento, soez, como un cuerpo desgarrado y pétreo, vocifera. Sus palabras resuenan en la ciudad de Tokio. Los autos se detienen. La gente lo mira desde las calles lejanas. Las cámaras de televisión y los periodistas temerosos realizan la crónica deseada.

Las luces astillan el piso todavía limpio. Reunidos bajo una organización militar, los cuerpos robustos de la tropa, las armas, el viento, la asamblea toda, acompañan, respetuosos, la arenga patriótica.

Mishima termina su alocución nacionalista y violenta. Dice: “El Emperador no ocupa en el Japón el lugar que se merece”.

El escritor y su amante regresan al salón. Dos militantes amordazan los pies y las manos de Mishima. El amante es el encargado de cumplir el rito. Nervioso, con las manos temblorosas, levanta el sable antiguo. Apenas tiene fuerzas. Lloroso, con el nudo en la garganta, le incrusta el arma. Pero falla: el acero apenas lo ha rozado. Malherido, Mishima pide que lo intente otro. Un osado militante se desplaza, azorado, y lo ejecuta. Esta vez acierta. El cuerpo del escritor empieza a sangrar.

Con los ojos húmedos y un grito agudo, el amante recorre la caída brusca del cuerpo de Mishima. Sin esperar un segundo, saca la daga escondida e intenta matarse. No lo logra.

La ley oriental postula que aquel débil suicida que no ha logrado matarse por sí mismo debe ser ejecutado por otro. Debe ser decapitado.

Un soldado se acerca al amante, empuña la daga roja y le corta la cabeza. Luego, un tercer soldado marcha, parsimonioso, y se encarga de Mishima. Le corta la cabeza.

Afuera, atruena el bullicio de la tropa, de los curiosos, de la policía. En el salón solitario, dos cabezas tiemblan, brillantes, en la alfombra roja. Dos globos de carne y sangre.

Eso fue la vida para Mishima: un torpe adelanto del honor que entrega la muerte.


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