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El Silencio

NUEVA YORK: Sobredosis de ruido constante. Sobredosis de palabras vacías, carentes de sustancia; carentes de masa. Sonido que no da más que para llenar el aire que corre entre las miradas inconclusas, incómodas, insatisfechas del ser. Miedo a escuchar lo que calla, temor a esa soledad solemne que abruma nuestra existencia con preguntas imposibles.

Satisfacción! satisfacción! satisfacción!

Demandamos satisfacción: Incesante, inmediata, accesible, absurda; pero lo suficientemente elocuente como para darle cama y cobijo a nuestra vanidad. Y es que el silencio ya no satisface. El silencio le abre las puertas a esas criaturas exiliadas que moran bajo la sombra del inconsciente para por fin poder clavar sus dientes ávidos y agudos sobre nuestra garganta, privándonos de aire. O será que el silencio, solo nos deja silencio y vacío, y el vacío es tan áspero que socava hasta el hueso.

El miedo no solo se manifiesta como temor a lo que duele o se desconoce, a veces prefiere esconder la cara y presentarse como tedio; tedio a tener que escuchar nuestra frágil voz rota, tedio ante el tiempo que conlleva aprender a amar nuestra voz muda.

La vida que hoy nos atañe está saturada por ruido que se disfraza de información y entretenimiento. Somos el medio y el consumidor en un mercado inescrupuloso de falsas ideas. Le llamamos a esta era, la era de la información y la comunicación, pero nuestra capacidad de comunicarnos e informarnos parece desangrarse en un mar de verbos prefabricados. El mundo en el cual hemos crecido y en el cual nos desenvolvemos, afecta nuestros comportamientos, y la capacidad que tenemos hoy en día de acceder a un sin fin de fuentes que de manera inagotable sacian nuestros sentidos, nos ha hecho desvalidos ante el silencio: tanto aquél que a veces asoma tímido su cabeza cuando se está en compañía, como aquel que se nos presenta imponente en soledad. Hoy, el reloj nos apabulla a alaridos, las pantallas regurgitan un bolo anémico, hordas segadoras de luz vibrante asaltan las pupilas que se dilatan; y el trueno implacable de la ciudad, azota la calma que padece de cansancio. Por tanto, preferimos entumecernos hasta caer rendidos antes que saltar de cabeza hacia el misterio que se manifiesta en lo insonoro. Pues en silencio se vuelve aparente, más que en ninguna otra situación: El Oído.

Un sábado por la noche volviendo a casa, me encontré en el vagón de un metro atiborrado de gente y bullicio. Podía ver a cada una de las personas que embriagadas sumaban sus voces al ofuscado cajón, pero no podía escucharlas. Me enfocaba en todos los labios que se desdoblaban infatigables, pero no podía diferenciar el uno del otro. Apenas era capaz de distinguir no más de tres o cuatro conversaciones cercanas. En un espacio reducido, tan reducido que mis ojos corrían a acurrucarse en cada rincón, ¿como era posible que mis oídos actuaran cual si una pared bloqueara a la multitud ensordecedora de mi persona?: El oído enmudece ante la congestión, pero se hace satélite y antena ante el susurro de lo infinito. Escuchar nos acerca a aquello que aparenta ser distante, pero para ello se necesita espacio ininterrumpido: silencio; vacío que a veces acaricia y a veces desgarra. Sin embargo, en el otro extremo de ese vacío se encuentran masas de gas y polvo flotante, de colores danzantes que se entrelazan, de temperaturas gélidas y abrazadoras, de alma que da y quita vida; en esa nebulosa que murmura como madre, yace todo aquello que los ojos solo pueden dibujar cuando están dormidos.

Ahora, soy acusador y verdugo ante mis pesares, estos pesares modernos. Con cuánta facilidad me degüello, víctima de un placer mórbido que apunta el dedo hacia mi frente y al mismo tiempo se jacta de cargar el hacha. Así como mi persona, veo sumida a la vida que me rodea en estos placeres infames: los vicios fáciles del aturdimiento. El silencio es remedio, pero hemos de saber encontrarnos solos y calmos, aprender que también se dice mucho cuando no es la lengua la que traza; restablecer una posible conexión perdida con lo arcaico. Necesitamos aprender, una vez más, a escuchar lo que el silencio canta.


Photo Credits: Nano Anderson

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