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Photo credit: Nicola Ricci

El ruido de los gigantes 

LOS ANGELES: Que compro un boleto solamente de ida y por dos meses el plan fue, irme de Nueva York. Logré ahorrar dos mil dólares y sin poder contar cuántas prendas favoritas de ropa tiré a la basura, me ensañé en meter en dos mochilas de camping la mitad de mi vida. Llevaba veinte libros, mi laptop, mis documentos personales y una tarjeta de crédito por si las dudas.

Contaba con la misteriosa ayuda de un amigo de la infancia, al que siempre tendré en la memoria como un tremendo y talentoso pintor. Artista, de talla corta pero colores e imágenes simétricas que llevan a cualquiera a visitar mapas de planetas perdidos en la barbarie de la ciudad.

Durante las cuatro semanas y media de planeación, pensé y repensé los pros y los contras de marcharme de New York. ¿Qué era lo que me empujaba a dejar la ciudad que me ha cobijado por más de 17 años? Las exhorbitantes rentas. Busqué varios barrios en Los Angeles que se compararan con los de New York. Analicé los medios de transporte, el tiempo que lleva de un lugar a otro. Estudié los diferentes ángulos demográficos de la ciudad e incluso vi cuatro veces Boyz N the Hood y documentales sobre N.W.A. y Guns N’ Roses. Siempre me ha atraído Sunset Strip. Pisar los pasos que gente como Jim Morrison y Axl Rose pisaron. La imaginación de analizar sus vidas de verdugos de cualquier época musical a la intemperie entre el final y el inicio de quien sabe que cosa. Pero eso me atraía de Los Angeles. Quizá también la cercanía a México, la división del norte entre mi tierra y lo que nunca fue ni será mi cultura, la Chicana. Pero eso, eso mismo me atraía a Los Angeles.

El día llegó. Mi vuelo salía a las 12:35 p.m. Como niño bueno y precavido llegué al aeropuerto de La Guardia a las 9:00 a.m. Desayuné solamente café y en menos de una hora me enteré de que mi vuelo se retrasaría dos horas. Ni modo, pensé, ya esperé dos meses, que más da dos horas. El vuelo salió a las 4:00 p.m., rumbo a Detroit, donde por obvias razones ya me tenían conectado con otro vuelo, este saldría a las 9:00 p.m. No me importaba, no sentía el tiempo, sentía que dejaba New York, eso sí.

Con el pendiente en la garganta, no pude leer, no pude comer, no pude pensar en el futuro sino solamente analizar los diferentes tipos de alfombras en los aeropuertos. La soledad en el aeropuerto de Detroit era agobiante, me estaba matando. Caía una tormenta de agua que obviamente nos atrasó. Cuando por fin despegamos ya me sentía cada vez más cerca de la costa oeste. Cinco horas mirando la tierra de noche, que luces, era algo que jamás me había imaginado. Nunca había viajado de noche en avión, creo que nunca he viajado en avión si solo cuento tres veces que guardo en el corazón como si fueran tesoros o pecados. Por fin llegué, de noche. Los Angeles es infinito, parece que en verdad está conectada la ciudad con México, no sólo culturalmente, geográficamente parece un solo país. Una hora pasó en lo que reclamé mis maletas y mi amigo me recogió. Al verlo por fin supe que la gran hora había llegado, que no había vuelta atrás, que New York era mi pasado, aunque aún en los planes estaba regresar por mi familia, pero yo ya tenía el inicio de mi nueva vida bien determinado en California.

La primera noche fue la pesadilla. Aunque mi gran viejo amigo siempre me previno de las paupérrimas experiencias en las que podía exponerme en el barrio en el que vivía, yo siempre fui modesto y agradecido con el techo que se me ofreció de hospedaje. Sabía bien que significaba South Central, o Compton, o East L.A. Eso uno lo ve en películas. Pero llegar ahí fue diferente. En plena noche tuvimos que escalar dos techos de un inmueble de dos pisos usando las principales escaleras para llegar a mitad del segundo piso, pero había que saltar el pasamanos para caminar sobre el techo y usar unas escaleras de madera, llegar a un segundo techo y subir unas segundas escaleras esquivando los cables de alta tensión que suministran la energía eléctrica del barrio. El cuarto, como ya me lo había descrito mi amigo, era humilde, sencillo, virgen y en condiciones miserables. El baño no tenía luz, el escusado parecía el de una celda y las paredes eran de concreto pelado. No había señales de vida, ni siquiera durante las pocas horas que dormí ahí.

Al despertar la mañana siguiente salí a la azotea. Vi Los Angeles por primera vez de día. Descubrí que como en México, hay una capa de smog en el cielo que cubre y adorna el paisaje Ángelino. Algo hermoso que no tengo palabras para describir fue el sentimiento de ver palmeras urbanas. Bien, los murales de la Virgen de Guadalupe y César Chávez eran las que me hablan en inglés de Pocho, Welcome to L.A., puto. ¿Qué no?

Sin acceso a WiFi, a una ducha decente y al transporte que necesitaba (o quizá era mi costumbre neoyorquina la que me hacía pensar precisaba eso) tuve que dejar South Central y con toda la pena del mundo pedirle a mi gran viejo amigo que me llevara a un hotel. Así pasó, y no quedé como el mejor de los amigos. Malagradecido, sentí que las voces me gritaban sobre la espalda. Tenía ya dos entrevistas de trabajo esa misma tarde, tenía ya incluso un trabajo seguro que sólo era cuestión de presentarme y ser contratado. Pero quise intentar mi suerte en todos los medios. Conseguí los tres trabajos, pedí que me dieran un tiempo en lo que compraba un auto. Con dos mil dólares podía comprar uno usado en buen estado, al menos para empezar. Con la tarjeta de crédito podía comer un par de semanas, con trabajo podía conseguir vivienda. Ese era el plan hasta que descubrí que en Los Angeles todo queda a veinte o quince minutos, pero en carro. Yo no tenía carro, no conocía bien el transporte público, no tenía manera de moverme y el miedo y la inseguridad, o quizá la vergonzosa costumbre neoyorquina de tener todo a la mano, me demostraron que soy un tipo con muy poca experiencia turística.

Me encerré todo un día en el hotel a pensar. No podía leer, me la pasaba en el teléfono contándole a mi esposa los estragos del viaje. Los siguientes días sólo salí de día y conocí Hollywood, pero no pude ir al Sunset Strip porque caminé por más de dos horas y me harté. Tomé fotos absurdas como un viejito le toma fotos a un monumento. Regresaba al hotel y comía basura, dizque para ahorrar. Pensé en el amor, en el dolor, en el dinero, en la fama, en los aviones. Manché las sabanas de sudor y de lagrimas. Estaba de vacaciones eso lo determiné, mi sueño de mudanza se desvanecía conforme pasaban las largas horas. En L.A. son más largas y más azules que en NYC. El clima es más rico, se respira el aliento de esas palmeras urbanas que son tétricas y parecen cadáveres de gigantes que en el pasado protegían la costa de invasores.

Cuando menos me di cuenta, comencé a extrañar el ruido del subway. Los murmullos de las personas aglomeradas en el vagón a la hora pico, que en realidad están murmurando odios a los que van sentados. Extrañé leer durante el viaje en tren. Pasar horas leyendo por el túnel que conecta la isla con el pueblo y la oscuridad que nos transforma en zombies de la urbanidad y la mística veracidad de que los rascacielos son nuestros gigantes y nos protegen de la noche. Extrañé ser uno de ocho millones. Extrañé el frío y la asquerosidad de la nieve hecha lodo. Extrañé la pizza. Extrañé a Citibank, porque en todo L.A. hay solo como tres sucursales (quizá exagero, es lo neoyorquino en mí).

Sin más que pensar me gasté la mitad de mi dinero en comprar un vuelo de regreso. Pasé otras veinte horas en aeropuertos, esa vez pisé el de Cincinnati. Llegué a New York a las nueve de la mañana y tomé un taxi. Creo que de propina le di al conductor una suma excesiva, no me importó. Corrí a mi casa y abracé a mis hijos, a mi esposa. Dormí mucho. Lo primero que hice al siguiente día fue tomar el subway sin rumbo, sin un trabajo a donde ir, sin querer ser visto por la gente de la que me había despedido con la frase de «no sé cuando te vuelva a ver». No habían pasado ni siete días de eso. Me subí al subway y me senté, abrí mi libro y leí, leí, leí, leí hasta que el ruido de las vías del tren rechinando se convirtieron en las letras de la prosa que me encerró en un mundo de gigantes al que nunca puedo abandonar.

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