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Fabian Soberon
Photo Credits: r. nial bradshaw ©

El rey

Horacio era un hombre tierno. Siempre decía frases armadas como si fuera un autómata. Solía repetir algunas ideas. Golpeaba las manos, fuerte, cuando alguien hacía música cerca de su cara.

Creo que me quería. A todos les decía que él comía pato a la naranja y que su mamá le hacía esa comida. Por las tardes preguntaba por ella. Quería que su mamá lo pasara a buscar. La madre había muerto y él la esperaba con la candidez de un niño.

A veces llevaba un libro bajo el brazo. El libro tenía rayones, marcas, dibujos, frases en varios idiomas. Un día me lo mostró. Me dijo que las palabras no habían sido escritas por él sino que eran mensajes de los científicos para salvar el mundo.

A la tarde se sentaba en la hamaca del patio y miraba la puerta del pabellón. Esperaba a su mamá. Todos los días la esperaba. Todos los días le decían que no iba a venir. Él, empecinado, lúcido, la esperaba. No quería entender lo que le decían.

A esa hora nadie hablaba con él. Horacio, solo, se movía en la hamaca y cantaba una canción de cuna, una letanía en un idioma desconocido, una lengua inventada por él. Mientras la esperaba, cantaba. Y se acunaba. Era un Godot a la inversa. Las enfermeras conocían su rutina y lo dejaban. El sol se ponía con la música de cuna.

Tenía cincuenta años y se creía Mozart. Al que llegada le preguntaba si sabía quién era él. Y después sacaba una guitarra hecha con una escoba y se ponía a rasparla. Rasgaba los hilos viejos de las cuerdas y no sonaba nada pero él se sentía un compositor inusual. Era el genio pródigo de los suburbios. Un artista hecho de alegrías tenues y melancolías interminables.

Yo solía dar clases de música en el sanatorio psiquiátrico. Pero él siempre me daba lecciones de solfeo o me indicaba la altura de las notas para cambiar el tono de voz.

Solía sentarse en medio del grupo, como si fuera el director de una orquesta inexistente. Levantaba los brazos y tendía las palabras en el aire, y aunque nadie lo escuchaba hacía giros con las manos y vituperaba en el vacío.

Una tarde, Horacio estaba sentado en una silla de madera, con asiento de paja, una silla enclenque pero dura. Estaba aislado del grupo, cerca de la red perimetral, la que daba a un campo desierto, frente a los montes hirsutos. Con confianza, me acerqué a la silla, desde atrás. Horacio tocó su guitarra hecha con una escoba y con los hilos desafinados. Rasgó unas notas lentas. Le toqué la espalda y apenas giró su cuerpo lanzó un gruñido como si fuera un león rabioso.

Me alarmé.

Horacio, dije, inseguro.

No me toqués, bramó.

Las reacciones de los pacientes eran imprevistas. Y Horacio parecía atrapado por el odio hacia algo desconocido. Estaba, supuse después,  en una zona intermedia, en un oasis gris.

Volví a rozar su espalda y se abalanzó con la guitarra y trató de pegarme.

Retrocedí. Cuando estaba a dos metros escuché su voz rasposa. Empezó con la música y después siguió con la letra. Era una canción de “Sui generis”, esa que empieza diciendo “Yo era el rey…”

Pensé, apesadumbrado, que Horacio alguna vez había sido un rey. Y que ahora, entre las sombras difusas de los lapachos amarillos, Horacio había sido destronado por la vida.

Me alejé. Caminé rápido. Y me paré en el patio. Alrededor caminaban en círculos los otros pacientes. Miré a Horacio. Lejos, solo, con la guitarra falsa y con la música solitaria era una sombra más.

Era una tarde calurosa y el sol despuntaba sus brazos naranjas en las espaldas sudorosas. Esa tarde supe que la locura es un océano y un oasis gris y una clepsidra sin nombre.


Photo Credits: r. nial bradshaw ©

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