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Aladar Temeshy

El regresado

Regresó. Vino del norte donde no se muere la gente vieja, el viento las lleva y las talla en hielo. Vino con ella, que caminaba detrás de él a su pesar y miedo de que el viento la vaya a llevar, el viento de allá o la corriente de la ciudad donde vivió décadas a sabiendas que no se puede regresar, en las casas vive otra gente, hay otros bares, otras calles y, solamente la pobreza queda en los barrios. Regresó a la ciudad donde la gente vive sin tiempo y sin dios, en un mundo copiado de un futuro inexistente y de un pasado olvidado, pasando la semana  en autobuses o automóviles. Entre sábado y domingo, días de encuentro por teléfono, pasó la noticia que ya está aquí y se selló la promesa que  se van a ver con la gorda y con la restauradora y que el martes los poetas se reúnen en la casa del maestro. Los domingos a la once hay conciertos de piano y recitales de poemas. Prometió que estará allá seguro, si, el próximo domingo.

El martes tocó el timbre del apartamento número seis, tal como lo hacía por largos años esperando que del balcón le tiraran la llave del portón. Después de haber recibido la llave entró al vestíbulo tan conocido, vio la pintura en las paredes, dándose cuenta por la primera vez de la cursilería, plasmada en pintura de aceite brillante para eternizar paisajes de nostalgia de algún paisano del mediterráneo, cuadro por piso. Aquí subió por años pero ahora  vio por primera vez los tuertos colores de pintura al oleo que pretendían soportar las paredes.  ¿La primera vez? Por supuesto vio los deformes tejados de un pueblo en la falda de un cerro quebrado en la planta baja, los barquitos de pesca de un mar rígido en el primer piso, los vio sin verlos dos veces por la semana por años y años, pero ahora los vio. Sentía la vejez de las paredes ya tan distantes.

La puerta estaba abierta, sabían que venía alguien. El maestro en su silla como siempre. Al levantar la vista pegó un grito de sorpresa: ¡Tú, eres tú! No era una pregunta sino una afirmación gutural. Se abrazaron para unir el ayer con el hoy, un puente subconsciente en el tiempo donde el ayer irremediablemente quedó en el ayer. Hablaron, contestó las preguntas que entendía a medias. El abandono era palpable, no podía distinguir que se acentuaba más, el nido de pelo blanco largo del hombre avejentado o el desorden de un olvido, triste mezcla de libros, sillas y cuadros sesgados.

Vinieron otros, ya sabían del regreso y se abrazaron, pacto de  continuidad de discípulos del hombre sentado en la silla en el centro del desorden. Breves intercambios de un presente y una ausencia. Al llegar Isabel, por el radio Juan Sebastián Bach llenó el ambiente con una fuga de flauta y Debussy con su nerviosidad. Juan Sebastián religiosamente barroco lo apartó de la conversación sobre el ars poética, del maestro, de los libros esparcidos en el desorden. No era su mundo, su ayer. Al despedirse de esta profunda distancia les prometió que sí, el próximo martes vendrá, sí, vendrá seguro y por supuesto el domingo estará en el concierto. Sí.

Tamara lo acompañó bajando la escalera, atravesando el pueblo y el mar del paisano en oleo firme. Con Tamara, con la eterna Tamara del maestro bajaron lento, marcando los escalones, sus medidas tendidas en un pentagrama bizarro con corcheas del pasado ya inexistentes. Iban conscientes, cada escalón  marcaba una distancia creciente. Pasaron el portón, la calle les esperaba  con su oscuridad sin dirección. Llegaron hasta la esquina, fin del mundo de ayer. Tamara iba a regresar por la oscuridad a las exclamaciones del maestro, a las oleopintadas paredes de la escalera, al desorden, a su menguante mundo.

Él miró las calles confluentes en la esquina palpando el lóbrego vacío lleno con el tímido afán de pertenecer. ¿A dónde? De calle abajo vino un taxi.


Photo Credits: Stefan

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