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Fabian Soberon
Photo Credits: Mathias Pastwa ©

El recolector de flores

La mujer, encorvada, levanta un tallo fino y largo. Estira su brazo delgado y se lo entrega, en un ademán que acompaña el sentido del viento, a su esposo. El hombre lo recibe y la mira. Luego recorta, rítmicamente, con la tijera oxidada, las hojas estériles. Una lancha escuálida y pobre, varada, mueve, apenas, las aguas turbias del lago. Esas son las herramientas del hombre: la escuálida lancha y las tijeras oxidadas. Lejos, el horizonte esplendoroso enciende las pocas casas de Ituzaingó.

El hombre se acerca a la italiana y le dice unas palabras. Estas, mojadas por el suave acento itálico, le acarician los ojos. Se alejan. En las dos horas siguientes, recogen los tallos. Los dos trabajan todo el día desde que el raquítico barco Sofía los dejó en el puerto de Buenos Aires. Y todavía escuchan, por las noches, el rugido de los motores.

La mujer, joven, lánguida, impúdica, levanta su mano y se seca la transpiración. Levanta el último tallo y cuenta los pétalos. Siente que en ese acto diario, asoma su salvación. Él mira las nubes rosadas y se toca la frente. Ya tiene la bomba en su mente, incólume. Suspira y pone sus manos en la cintura, acaso como una venganza contra el calor.

Unos minutos después, con el rojo crepúsculo en la espalda, Severino amontona los pétalos y los tallos: los cuenta, los ordena, los coloca en una bolsa gigante. Al día siguiente, los venderá en el mercado.

Se despide de su esposa. Ella entra a la casa con el beso que vuela por el aire y le roza los labios frágiles.

Severino sube al caballo y alcanza, tranquilo, la ciudad. Allí lo esperan las máquinas y las letras. Desde hace tres días aprende el oficio de tipógrafo. Está convencido de que la fatiga con los tipos le permitirá abandonar la recolección de las flores. Cree que el oficio milenario le ayudará a salir de la pobreza.

Pero un propósito oculto lo devora.

En la puerta del taller, mira al cielo. Las luces de la calle le queman los ojos. Fatigado, cruza la puerta y el bullicio trepidante de las máquinas interrumpe la breve distracción. Deja su campera en un mueble metálico y saluda al jefe. Este, abstraído en los alardes del día, mudo, ni siquiera le contesta. Severino, una vez más, siente el peso inconfundible del trabajo. Pero se repite: “todo lo que haga es un medio para un fin superior”. Y se reconforta.

Al acomodar la primera letra, piensa, feroz: “debo preparar la bomba con cautela”.

Coloca el tipo y el pensamiento lo acribilla. Ubica, en el rincón imaginario, los cables, el detonador y el dispositivo. Esta será la primera, piensa. Y los labios se le ponen húmedos mientras saborea su ardid, regocijado. Se alegra al comprobar que sólo él conoce su secreto. Orgulloso, se repite: “mañana, en los diarios vendepatrias de Buenos Aires, aparecerá mi nombre completo: Severino Di Giovanni.”


Photo Credits: Mathias Pastwa ©

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María Mistretta
María Mistretta
6 years ago

Justamente Severino murió un 1° de Febrero, como hoy. Noto algunos contrastes en el texto: flores, vida, trabajo, bombas, fusilamiento, muerte. Naturalmente, la historia real es más larga, y además de Arlt, muchos escritores se han sentido inspirados a escribir sobre el tema. En «El recolector de flores», lo humano toma una dimensión más tangible. Un hombre joven, vital, probablemente enamorado, caminando un trayecto que lo llevará a la fama y a la muerte. Pero que le dará sentido a su trabajo y proyección a sus ideas. Quizá, sólo quizá, trataba de construir su identidad. (Algo irónico: se parecía físicamente… Seguir leyendo »

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