Yo conozco a un hombre que dice que estuvo en Tlatelolco cuando sucedió uno de los acontecimientos más atroces, que hasta hoy duele, de nuestra historia moderna. Él es mi tío el P..
Reconoce que aunque de corta edad él era el hombre de la casa ese día y ayudó a mi abuela, quien es su hermana mayor, a proteger a sus hijos, entre ellos mi madre, y atrincherarlos en el rincón de un departamento. Esto pasó a metros de donde ocurrió la matanza. Aunque las balas impactaban cuerpos y paredes en una zona donde era poco probable los alcanzaran, el terror de escuchar lo que sucedía allá afuera, en el campo de guerra, lastimó lo suficiente el cajón de los recuerdos de mi madre y cualquiera de sus hermanos. El tío-abuelo tenía 14 años entonces. Es uno de los tíos más populares de la familia, yo diría que el más famoso.
¿Quién en su sano juicio le creería a un hombre que se la pasa bailando cada fin de semana, que vive dentro de una película de Pedro Infante ya sea de charro, boxeador o carpintero, y que disfruta de la cuba libre porque dice que ese es el sabor de la felicidad? En la familia nadie se acuerda de que él haya estado allá, no lo toman en serio ni cuando él lo afirma.
Mi madre y sus hermanos vivían con mi abuela en el edificio Durango, atrás del Chihuahua en la tercera unidad de Tlatelolco. Justo a unos pasos de donde un número indefinido de personas fueron acribilladas a la mala por balas militares y policiacas, después del mitin en La Plaza de las Tres Culturas un 2 de octubre de 1968. Mi madre tenía apenas 7 años y recuerda los ruidos, carga en la memoria los gritos y describe los truenos con facilidad. Ella relata con lujo de detalles como aquella tarde llovió mucho y como los estudiantes tocaban a las puertas de los departamentos para pedir auxilio. Yo crecí escuchando su versión de los hechos. Mi tía la mayor, que entonces tendría unos 9 años, aumentaba mi imaginación cuando compartía lo que tuvieron que hacer junto con mi abuela para atrincherarse en el departamento como si éste fuera un bunker. Pero la historia familiar siempre había tenido una sola versión, que terminaba cuando mi abuelo tuvo que sobornar a policías para que a eso de la una de la madrugada lo dejaran entrar a la unidad y sacar a su familia. Ese era el clímax del cuento ya que se sabe que el ejército y la policía tuvieron sitiada la zona por varias horas y nadie entraba, nadie salía. La versión que tantos años escuché de cómo al salir tuvieron que andar a oscuras por los edificios aledaños al Tecpan, pasar por encima de cadáveres y ver cuerpos moribundos, fue la culpable de mil pesadillas. Ahí, todo tenía un final blanco, estaba completamente cerrado; nunca entraba otra versión, ni más detalles.
Un día, como todos los años, alrededor de la conmemorada fecha, entró un nuevo capítulo que alteraba los recuerdos y la única versión de lo sucedido. Mi tío el bailador, el fan de Pepe el Toro, dijo que él se acordaba perfectamente de todo. Estábamos en alguna reunión. Mi madre fue la primera en desmentirlo. –¡Ay! cálmate, mentiroso. Tú no estabas. Un hermano la respaldó, luego mi tía, la mayor, fulminó al pretensioso tío con la sentencia de que nadie tenía que contarle a ella quien había estado y quien no. Ella se acordaba perfectamente de todo. –Y tú no estabas, le dijo.
Las risas no pararon. Mi tío-abuelo el P. insistía que él había estado todo el tiempo con su hermana, mi abuela, y que él era el único hombre de conciencia que había estado ahí. Todos lo desmintieron. Yo me percaté que mi tío, el fan del presidiario que dejó tuerto al Tuerto, quería ser parte de la historia familiar. Me quedé intrigado y no pude descubrir la verdad hasta veinte años después.
Regresé a Santa María la Ribera donde él vive en la calle Cedro casi con la esquina de Eligio Ancona. Cuando entré a su departamento me sobrecogió la manera en como su fanatismo por Pedro Infante había ido de un 10 a un 1,000 elevado a la potencia. En las paredes tenía fotografías enmarcadas del ídolo de México y tenía una donde él y el interprete de mi versión favorita de “Cucurrucucú paloma” están tomando cerveza en una cantina del viejo oeste. Mi tío viste un sombrero vaquero y unas botas con punta de plata que sostienen su flacura como la plataforma de un muñequito para decorar pasteles.
Me invitó a sentarme y platicamos de su vida. Sacó un álbum de fotos y con sus flacuchentos dedos me abanicó historias de parientes que ya ni se sabe donde están. Cuando hubo una pausa le hice la pregunta. –Tío, ¿tú de verdad estuviste en Tlatelolco el 2 de octubre del 68? Me contestó con un rotundo sí, y un dedo idéntico al de E.T. quedó apuntando algo en el aire.
–Yo, ese día había ido por pan chino al café, un pan que tu mamá y tus tíos nunca se comían, lo dejaban ahí sin tocar. Y cuando regresé a Tlatelolco vi que estaban un chorro de policías y soldados, no me querían dejar pasar. Pero les dije que yo vivía allá con mi hermana. Cuando pasé por el parque de Santiago en unos columpios había unos estudiantes y les dije: “aguas, allá hay soldados buscándolos”. Y me fui para la casa. En la noche, como a la una de la madrugada, tu abuelo entró por nosotros. –¿Es cierto que sobornó a los policías? –Sí. –¿Cómo?, ¿les dio dinero? –Pues sí, y les mostró su identificación de taxista. Entonces nos sacó. Yo iba cargando a L. tu tío, tu abuelita a tu mamá y A. llevaba en los brazos a B.. Tu abuelo llevaba de la mano a C. y a C.. Nos fuimos para San Cosme pero a tu abuelita se le olvidó el uniforme del trabajo y nos tuvimos que regresar a Tlatelolco ella y yo. –¿Y se quedaron ahí? –Sí. Tu abuelita necesitaba su uniforme para trabajar.
Esta es la versión de mi tío el P., qué insiste en que él es parte de la historia familiar. Y afirma con honor que vivió aquel 2 de octubre, atrincherado en el departamento del edificio Durango.
A 50 años, no se le ha olvidado.
Photo Credits: Paola Emhardt