MEDELLÍN: El canto de un motor grande y pesado mezclado con el silbido de algunas aves anunciaba que estaba amaneciendo, era hora de empezar el viaje que se ha de hacer cuando se va en búsqueda de comprender a alguien. Subí al Barrio Cristóbal de Medellín, con el bus que pasa frente a mi casa. A las siete de la mañana, de ese sábado cualquiera, sus sillas son solitarias, no hace tanto calor como el resto del día y el conductor está de mejor humor, aunque ese día no me saludó, recibió mis monedas y ambos seguimos el corto ritual con solo mirar, pagar, recibir y continuar sin acudir a algún protocolo forzado.
Me bajé en La Alpujarra, frente a la Alcaldía, una estela de humo impregnó mi ropa cuando el bus se fue, no se veía ni un policía, como es la costumbre, sino vallas con fotografías de policías que rodeaban el lugar. Desde donde estaba El Palacio de Justicia se imponía con su altura frente a mí y yo silenciosa observaba y escuchaba palomas que cantaban mientras yo tomaba una fotografía.
Fui hacia Carabobo a visitar a don Hernán de Jesús Olarte Villegas, escribiente y tramitante de la ciudad desde hace más de veinte años, lleva setenta y cinco años sobre la espalda, vive con cinco gatos, es separado, su hijo no sabe nada de él, casi toda su familia ya murió, sus oídos fallan casi todo el tiempo, pero siempre sonríe.
El trabajo que tiene, dejado en el olvido por la demanda de profesionales graduados de una universidad, pasó desde hace un tiempo de ser una labor en la que había mucho por hacer, a ser una prueba de resistencia y paciencia. La profesión de don Hernán se ha convertido en la de un observador de la vida, desde su silla, sentado detrás de una máquina de escribir, su retina guarda la imagen de la señora de los aguacates, el señor de la mazamorra, los contadores, los abogados, los publicistas, los panaderos, los ciegos, los locos, etc.
Me dijo: Estos parqueaderos, esto eran cantinas. Esta era la zona roja de Medellín, esto se llamaba La Calesita, esto se llamaba… (Miró hacia arriba entrecerrando sus ojos, marcando las arrugas como si la luz del sol cayera directamente desnuda sobre su rostro, pero el día estaba nublado) Esto se llamaba… esto no se llamaba Alpujarra. Esto se llamaba… La Calesita. La Bayadera. Esto eran bares, zonas de diversión. Aquí quedaba El Ferrocarril, de ahí salía el tren pa’ Bogotá, pa’ Cali, pa’ Santa Marta, pa’ Cisneros, ¡pa’ Puerto Berrío!
Tantas historias por contar hacen que a su lugar de trabajo vayan algunos abogados, contadores y otros escribientes que trabajan a pocos metros de él con la intención de hablar mientras se toman un tinto o se fuman un cigarrillo, sin embargo, es extraño ver que llegue un cliente, en ocasiones aparecen personas en busca de algún negocio extraño. Durante mi visita un señor de camiseta amarilla abierta, bigote negro, cabello engominado y un crucifijo colgado en su pecho lleno de pelos, buscaba hacer una especie de certificado falso para involucrar a alguien en una situación extraña respecto a un apartamento. Don Hernán no lo atendió porque no pudo escuchar bien lo que quería y el cliente enfureció. El afán corriente de los habitantes de Medellín no hace parte de la vida de este escribiente, para él no es posible el afán ni aunque surja la amenaza de perder algún trabajo por ello. Es que las secuelas del tiempo comienzan a verse y sin más, uno ya no va al ritmo de los otros, pero no es algo que le preocupe demasiado, la vida de él es fluir.
Sentada en una silla, junto a él, durante casi toda su jornada laboral que comienza a las seis de la mañana y termina a las cinco de la tarde, entendí lo que es observar, mirar la vida casi inmóvil, entender que el mundo se mueve y no te pide permiso, que si uno se detiene en cualquier lugar, por ejemplo donde trabaja Hernán, se siente latir el pulso de la humanidad que va corriendo por las calles en busca de una muerte tranquila después de una vida llena de afán.