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Graciela Matrajt

El puente

“Era una sensación física, una impronta del pasado que había quedado en su cuerpo y sobre la cual no tenía control. Estos momentos ahora eran menos frecuentes y en casi todo parecía como si las cosas hubieran empezado a cambiar para él. Ya no deseaba estar muerto… Estaba vivo y la certeza de este hecho poco a poco había empezado a fascinarlo, como si hubiera logrado sobrevivir a sí mismo, como si de alguna manera estuviera viviendo una vida póstuma…»

Paul Auster, Ciudad de Cristal

 

Hacía un calor intenso. Eran cerca de las dos de la tarde y había un gentío en la plaza. Yo había salido esa mañana del campo humanitario donde trabajaba como voluntaria desde hacía cinco meses para ir al pueblo a comprar provisiones. Nunca antes me había ofrecido para esa tarea. Desde que llegué no había tenido la curiosidad, quizás porque la tristeza invadía todos mis sentidos y la falta de motivación para levantarme cada mañana me impedía ver la ventaja de descubrir este rincón del mundo. Pero aquella mañana me sentía diferente y cuando la jefa del campamento preguntó quién querría ir al pueblo, yo, aunque no muy convencida, me ofrecí como voluntaria.

Abordé el autobús como a las once de la mañana. Sabía que, por lo rudimentario de la carretera, el viaje duraría al menos una hora. Me senté en un lugar de ventanilla y me dispuse a observar el paisaje. Era la primera vez que vería el pueblo. El terreno donde estaba nuestro campamento de voluntarios era bastante árido. Desde allí podíamos ver puestas de sol detrás de las montañas que nos rodeaban. Había también una barranca desde la cual varias veces había contemplado saltar. En efecto, mi soledad y mi tristeza eran tan profundas que más de una vez había dudado en seguir viviendo. Y aunque mis compañeros de campo eran amables, empáticos y solidarios, la falta de mi familia y del hombre que tanto amé, muertos durante un ataque terrorista, me pintaba un futuro muy incierto. Vacío. Sin esperanza. Sin porvenir.

Cuando el autobús llegó a su destino me encontré en el centro de un pueblo desconocido. Descendí y empecé a caminar, siguiendo a la gente que también había bajado y que ahora andaba agitadamente. Tras deambular un rato llegué al mercado. Entré y recorrí los pasillos uno a uno. Tenía tiempo; el próximo autobús no partiría hasta el anochecer. Fui comprando las cosas que me habían encargado y cuando hube terminado volví a la plaza donde había llegado en el autobús. Allí, cerca de la parada, había una consigna donde podría dejar las compras hasta la hora de partida, lo que me evitaría cargarlas conmigo por el resto del día. 

El calor, agobiante, me obligó a buscar un lugar de sombra y sentarme a descansar. Bajo un árbol había un puesto de limonadas. El vendedor era un hombre mayor cuyas numerosas arrugas me recordaban las dunas del desierto de Mauritania, donde había estado décadas atrás. Con mi limonada en la mano me dirigí hacia otro árbol. Me senté sobre una piedra bajo la sombra y me puse a contemplar a los pasantes. Señoras con niños, madres con bebés, viejos caminando, criaturas llorando, hombres apresurados, casi corriendo. Chicos adolescentes. Hombres solos que me evocaron a mi esposo. Parejas. Viejitas con sus nietos, que me recordaron a mi mamá. Perros, gatos, cabras. Todo un abanico de pasantes que se movían a diferentes ritmos en múltiples direcciones.

Y así, observando a la gente, me dejé invadir por la nostalgia. Los bebés, los niños, los adolescentes me evocaban a mis hijos. Las parejas me recordaban lo feliz que había sido con la mía. Los viejos me hacían pensar en mis padres. Las familias me recordaban a la mía, que se había ido para siempre. Por enfermedad, por vejez o por mala suerte, todos se habían esfumado hacía apenas unos meses. Todos al mismo tiempo, o casi. 

No pude evitar las lágrimas, que despacio empezaron a rodar por mis mejillas, ni los sombríos pensamientos que poco a poco invadían mi ser, ahí bajo el árbol, en ese inmenso calor. El contraste de esa luz brillante del sol en pleno día con la tristeza que emanaba de mi espíritu atrajo la atención de un pasante. Un hombre un poco más joven que yo, quizás unos diez años menor. Tenía tez de ébano y pelo negro rizado como papel crepé. Era alto, de cuerpo fornido y manos grandes, con una sonrisa tímida que poco a poco se fue delineando en su rostro. Se acercó y comenzó a hablarme. Pero yo, ignorante de esa lengua, el idioma local de esa región, no comprendí lo que me decía. Balbuceé entonces algo despacio en mi propio idioma, tratando de ver si le atinaba a algo que pareciera comprensible para él y para mostrarle que yo no hablaba el suyo. Enseñándome sus dientes grandes me regaló una sonrisa que por un instante me hizo olvidar mi amargura. Pero mis lágrimas, que seguían cayendo, y mi voz endeble me debieron de haber delatado, porque el hombre tomó mi mano y suavemente me levantó de la roca donde estaba sentada. Después, todavía tomados de la mano, empezamos a caminar juntos por las calles y callejones de ese pueblo extraño y a la vez conocido. 

Caminamos un largo rato. Y así, deambulando, llegamos a la puerta de un sitio que tenía una arcada de piedra. A pesar de estar aislado, el lugar me parecía familiar. De esos que uno tiene la sensación de haber visto antes. De esos que hay en todas partes. 

Atravesando el umbral, el hombre me condujo por unas escaleras al nivel superior. Allí abrió la puerta de lo que parecía una habitación. Quizás era un hotel. Quizás una pensión. En ella solo había una cama y una mesita de noche. La ventana estaba abierta y dejaba circular el aire fresco. La luz, radiante, alumbraba todo el ambiente. El hombre, todavía con mi mano en la suya, cerró despacio la puerta detrás de mí. Después se dirigió hacia las translúcidas cortinas de la ventana y, mientras me miraba, las fue cerrando lentamente.

Mis lágrimas seguían corriendo en un llanto amargo y silencioso que apenas podía controlar. Tomando mis mejillas con sus manos grandes me secó algunas con sus dedos ásperos y se me acercó lentamente. Sus facciones eran finas y su mirada, profunda, era a la vez penetrante y empática. Sus grandes ojos negros y sus labios gruesos y oscuros irradiaban una belleza excepcional, muy propia de esa región. De alguna manera, y muy a pesar de mis lágrimas, me sentía tranquila en esa habitación, ahí de pie con ese extraño que me miraba con ternura.

Mi llanto era ahora más intenso. Sus manos bajaron de mis mejillas a mis hombros lentamente, casi con timidez. Sus brazos rodearon mi torso y estrechándome me invitaron a calmar mi amargura. Él empezó a susurrarme palabras al oído; palabras que, a pesar de ser incomprensibles para mí, eran claramente de consuelo. De cierto modo él parecía entender mi pesar, comprender la razón de mi desdicha. Sabía qué decirme para calmar mi desconsuelo. Y así, a medida que repetía suavemente esas palabras de sosiego, fue bajando sus manos despacio por mi espalda, acariciándola, y, desabrochando uno a uno los botones de mi vestido, fue desnudándome lentamente. Sus labios, hallando los míos, ahora aliviaban mis sollozos y me infundían pasión a la vez que iban despertando, con delicada ternura, un deseo que mi cuerpo hacía ya tiempo había dejado de sentir. 

Rodeando mi cintura, suavemente me levantó y me condujo hacia la cama. Sus labios húmedos empezaron a recorrer mis mejillas, mi cuello, mis hombros, mis senos. Al tiempo que sus manos me despojaban de las pocas ropas que me quedaban puestas, su boca fue recorriendo el resto de mi cuerpo, despertando cada rincón de mi piel, cada centímetro. 

Mis lágrimas ya secas fueron reemplazadas por tenues suspiros. Su cuerpo cálido ahora desprendía un olor extático. Su piel sedosa estaba ardiente y húmeda. Al contacto sobre el mío, y penetrando con su deseo mis profundidades más recónditas, el cuerpo de mi amante convirtió mis suspiros en sutiles gemidos de placer. Con afán explorador, mis manos fueron recorriendo esa piel tersa, descendiendo por su espalda y subiendo por sus brazos sudorosos hasta su cabeza, donde fui entrelazando mis dedos con sus bucles ásperos. Sus brazos, estrechándome con vigor, despertaban poco a poco mi sensualidad, al tiempo que el vaivén de sus caderas iba revelando lo más profundo de mi intimidad, lo que culminaría en gritos de placer entremezclados con sollozos de nostalgia. La añoranza del cuerpo de mi amado, de sus manos, de sus besos, de su olor, se iba eclipsando, casi esfumando, con el intenso gozo que mi amante ahora producía en mi ser.

Una y otra vez nos amamos esa tarde. Perdí la noción del tiempo y con ello la de la realidad. Por un rato creí estar en otro mundo, en otra dimensión. Como si estuviera trascendiendo a otra vida, una póstuma, donde mi cuerpo estaba ocupado por otra alma, otro ser. Y en esta nueva vida, yo, la nueva protagonista, podría volver a amar y ser amada. Como si este gozo físico, corporal, hubiese sido el puente hacia una nueva existencia. Un futuro con alegrías, con ternura, con placer, con felicidad.

Cuando oscureció, me levanté despacio y, mientras me vestía, busqué entre mis papeles de la billetera una foto que había guardado de la última vez que tuve que hacer un pasaporte. Detrás escribí mi nombre y la palabra gracias en la lengua de quien yacía a mi lado. Era una de las pocas palabras que conocía y ahora me complacía poder usarla. Posando la foto sobre la mesita, salí de la habitación y volví al centro a abordar mi autobús. 

En el viaje de vuelta al campamento, nuevas lágrimas comenzaron a caer. Pero esta vez eran de dicha y esperanza. Y la certeza de querer volver a vivir invadió todos mis pensamientos. Mi amante había despertado en mí un nuevo gusto por la vida. A través de su cuerpo y con inmensa ternura me había ayudado a cruzar el puente hacia un nuevo porvenir.

Unos meses después terminé mi trabajo como voluntaria y dejé el campamento. El día de mi partida pasé por el pueblo rumbo al aeropuerto y me detuve un rato a contemplar el árbol de nuestro encuentro. Bajo su sombra intenté recordar su rostro y su amplia sonrisa mientras me tomaba una última limonada. De repente lo vi caminando entre los pasantes. Su destacado andar y su silueta esbelta y varonil evocaron en mi cuerpo aquel deseo y aquella pasión que él supo despertar meses atrás. Sin detenerse, me miró y, prodigando su más bella sonrisa, levantó tímidamente la mano con un gesto para saludarme. Y, siguiendo de largo, desapareció para siempre entre la multitud. 

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