Al final de la primera tarde en San Gerardo de Dota bajé a la cuenca del Savegre, cerca de donde nace este río en el Macizo de la Muerte. En medio de las montañas cubiertas de bosque nuboso que son su fuente, a 2500 metros sobre el nivel del mar, el Savegre es un riachuelo. Corre por una cuenca de rocas y piedras pulidas por el fluir de sus aguas y del tiempo.
Me dediqué a jugar, pasando de un playón de arena y piedritas a una roca y de ésta a un tronco caído y de allí a otra piedra. Y así seguí, saltando de piedra en piedra. Algunas eran rocas grandes y anchas, donde podía detenerme seguro a observar el paisaje río arriba y río abajo. Otras eran pequeñas y angostas. Sobre éstas mis pisadas requerían cuidado y mi equilibrio era precario. Brincaba de aquí para allá, de allá para acá.
Poco a poco, sin embargo, el jugar me llevó al observar el entorno: las mejores rocas, las pozas, las ramas bajas de los árboles, el dosel del bosque. Y el observar me llevó al contemplar. El río me embelesó con sus reflejos plateados y dorados, sus claroscuros, sus tonos verdes y grisáceos, el frescor de su aliento y el canto en su voz.
Con corazón místico sensualista le pedí entonces al Savegre que me cantara su sabiduría. Me quedé quieto y en silencio, de pie sobre una enorme roca en media cuenca, escuchando sus aguas fluir. No me hablaba. O yo no le entendía, aunque me agradaba su murmullo.
Cuando la luz comenzó a atenuarse sutilmente, escuché el canto de algunos pájaros. Miré mi reloj: 5:05 p.m. A partir de esa hora, los pajarillos que durante la tarde se mantuvieron principalmente en el bosque, ya sea en las ramas bajas o en el dosel, empezaron a cantar y a volar de rama en rama en las cercanías de la ribera.
Entre éstos, me deleité con dos bellezas. Primero, posado en una rama del sotobosque cerca de la orilla, disimulado entre el follaje verduzco, atisbé un destello amarillo y púrpura. Fijé la mirada. Era un trogón enligado (Trogon caligatus): cabeza y garganta de plumaje púrpura con destellos verdes, pecho amarillo encendido, alas y cola de finas listas albinegras, y ojos como grandes ónices negros con un anillo blanco alrededor. Lo miré por varios minutos hasta que emprendió el vuelo sobre la cuenca y se posó en el dosel del bosque río arriba.
Al rato, escuché un canto bellísimo, dulce y agudo, desde la ribera oriental, a lo alto. Procuré con la vista el origen del canto y vi un destello aurinegro. Intenté detallar: pecho ¿y garganta? amarillas; frente, coronilla y dorso negros; alas y cola albinegras. Creo que era un jilguero aliblanco (Spinus psaltria). Pero si no era el aliblanco, era un primo cercano.
Cuando ya oscurecía entre las dos montañas empinadísimas de la cordillera por las que corre el Savegre, el frío en media cuenca arreció súbitamente. Entonces salté las piedras hasta la orilla y me alejé.
Ya rodeado por la quietud de la noche, mientras meditaba escuchando el susurro del viento y el rumor de las aguas, pensé que el Savegre nace en el Macizo de la Muerte, pero es un río límpido y lleva Vida por donde pasa. Ese secreto me susurró.
«Savegre, río ancestral: Fluí por mi interior y enseñame a pasar como vos por la vida de los que quiero y me quieren».