CARACAS: De vez en cuando – cada vez más a menudo últimamente – me afloran a la mente imágenes lejanas de nuestras excursiones a Ocumare de La Costa, a la vieja casa de El Playón, propiedad de la abuelita Virginia (la abuela de las morochas) – trenza de nieve, cuerpo minúsculo, rostro de alabastro y eterno cigarrillo entre los dedos huesudos – que Nino (el papá de ellas), italiano de pasaporte pero venezolano por vocación, había providencialmente remodelado, rescatándola del abandono y arrancándosela a los mordiscos furibundos del salitre y del olvido.
Partíamos en la mañana temprano, vestidas “de playa”, en el viejo Fiat 131 de Ada, cargadas de bolsos, morrales y de toda clase de provisiones, como si hubiéramos querido regalarle a las olas del océano el respiro entero de nuestras vidas y no solamente el soplo breve de un fin de semana cualquiera…
Una caricia de vapor nos empapaba la ropa a la salida del moderno edificio Hábitat, en la urbanización San Isidro; cruzábamos la ciudad, todavía somnolienta y dejándonos atrás Calicanto y Las Delicias, tomábamos la vieja carretera de la costa.
De pronto, como surgido de la nada, un panorama espectacular nos estallaba en los ojos, incrédulos, frente a la belleza del parque nacional Henry Pittier.
Siempre me ha llamado la atención – todavía hoy después de todos estos años – el impacto brusco con el que apenas uno se aleja tan sólo pocos kilómetros del caos citadino – sea el de Maracay, Caracas o Valencia – es decir, apenas uno se dirige hacia el interior, la naturaleza en Venezuela se impone con toda su exuberancia y su fuerza indomable. Es algo como un golpe seco, imprevisto, que nos aturde y nos vuelve mudos espectadores, sumidos en el silencio de un verde brillante, entre la más tupida de las vegetaciones.
Por todas partes hay olor a tierra mojada, exhalaciones húmedas de vapores penetrantes, de hojas fibrosas y raíces deformes en un fermento de lodo y de agua estancada… y un brillo de luz que se escapa entre copas de árboles tan espesas que forman un hermoso túnel vegetal. Y entre los sonidos de animales invisibles, el zumbido de enormes insectos y el vuelo de pájaros espectaculares el tiempo parece adquirir otras dimensiones y los espacios se dilatan en nuevas perspectivas; entonces las tensiones se aplacan, la respiración se suaviza y el corazón languidece, tragándose la furia del infierno urbano; abandonándose, plácido, en el regazo acogedor del Absoluto…
Viajábamos en silencio – cada vez como la primera vez – en quieta contemplación, embrujadas por la belleza de la selva tropical y a medida que bajábamos en dirección de la costa, la carretera se hacía cada vez más angosta, enroscándose en una espiral de curvas estrechas, a pico sobre el mar, ofreciendo un espectáculo inolvidable.
Recuerdo que nos parábamos a orillas de la carretera para comprarles frutas a unas pulposas matronas de color – sonrisa cálida y vientre resignado – sentadas, imperturbables, tejiendo los hilos de aquel tiempo sin tiempo…
Siempre me he preguntado de dónde venían, dónde vivían, pues no se vislumbraba en los alrededores ni siquiera la sombra de un ranchito ni, mucho menos, de una casa y, con los años, he terminado por creer que se tratara de unas misteriosas creaturas, evanescentes apariciones fruto de la imaginación, producto de ese paisaje fabuloso…
Dábamos vueltas, curiosas y hambrientas, entre pirámides de enormes papayas amontonadas en desorden, algunas partidas por la mitad, la pulpa rojiza en contraste con una cascada de semillas lúcidas, negrísimas y gelatinosas; probábamos las guanábanas verdes, horrendamente picudas, con su pulpa dulce e hilachosa… y también olorosas guayabas y carnosos mangos aterciopelados… Y cambures y más cambures… racimos amarillos, brillantes, enormes y tan invitantes que siempre me pregunto, perpleja, como se atrevan a llamar “cambures” a aquellas improbables, pálidas imitaciones que agonizan tristemente en los anaqueles de ciertos supermercados europeos. Y, más por el entusiasmo que por la necesidad, comprábamos también casabe crujiente de harina de yuca y panelas de papelón para preparar el exquisito guarapo con limón, esa bebida caribeña capaz no sólo de placar la sed y satisfacer el paladar, sino también de evocar al instante memorias de soberbias palmeras ondeantes y arenas calientes de sol…
Recuerdo el rostro nítido de una humanidad generosa y cándida, las voces de los niños medio desnudos, descalzos y con los ojos brillantes; de sus miradas curiosas y la alegría con que perseguían el carro para alcanzarnos desde la ventanilla una mandarina, un plátano verde, un vaso de exquisita cocada…
La casa de la abuelita Virginia, estaba justo en la playa, frente al viejo malecón, pedregoso como una barrita de cereal, erosionado por el impacto constante de las aguas. No amo particularmente el litoral oceánico yo, mediterránea auténtica, criada a la sombra de quietas bahías escondidas, de ensenadas discretas y de inmóviles aguas de esmeralda… Sin embargo, el Playón de Ocumare con sus vientos feroces y sus turbias olas tibias, con sus palmeras gigantes y sus arenas ardientes me despertaba un no sé qué de mítico y primitivo, una exaltación de libertad y de omnipotencia, un sentir de vida y de fuerza invencibles.
El Playón, esa playa inmensa y casi desierta, con su paz y su silencio roto sólo de vez en cuando por el murmullo del viento encarnaba esa idea mítica de paraíso “perdido” que todos, creo, cultivamos en nuestra imaginación y asociamos al concepto de fuga, de felicidad, de sueños…
Dormíamos largas siestas echadas en los chinchorros tejidos a mano, amarrados a las columnas del patio, meciéndonos en el vapor agobiante de tardes esponjosas, interrumpidas de vez en cuando por las voces chillonas de las mujeres del pueblo que recorrían la playa ofreciendo dulces y golosinas criollas. También se oían los gritos de los muchachitos, hijos de los pescadores, flaquitos y andrajosos, cargados de unos enormes baldes llenos de mariscos, pregonando sus nombres y las respectivas virtudes afrodisiacas y estimulantes: “rompe colchón”, “siete potencias”, “vuelve a la vida”, “mata la suegra”… Regresábamos a Caracas encendidas por el sol, felices de aquel baño, aunque corto, en ese mundo incontaminado.
Qué lejos se me hacen esos días apacibles y esos lugares serenos y, sobretodo, esa vida tranquila que parece haberse esfumado, barrida por la tormenta de estos tiempos difíciles, de conflictos salvajes y dudosos proyectos…
Las morochas se fueron, junto a tantas personas queridas (ya he perdido la cuenta…) que me ha tocado despedir entre lágrimas y esperanzas fallidas, lamentando esta suerte tramposa que nos ha robado los sueños.
Me pregunto, perdida, cómo salvar mi memoria, cómo preservar los recuerdos en esta cotidianidad amarga de injusticias crueles, de colas interminables y de inagotable escasez… cómo hallar razones para seguir amando a esta tierra convulsionada, a esta ciudad de contrastes, de bellezas abrumadoras y execrables miserias, como sofocar el ardor de mis heridas sangrantes y el picor de mis cicatrices profundas…
Entonces escribo.
Escribo desde el dolor y la rabia, desde la furia y el tedio, ejerciendo ese paciente oficio de la memoria que me hace desempolvar recuerdos, enjuagar emociones y exprimir sufrimientos en el trabajo constante de lavarme el alma, de secarla despacio y de intentar pegar mi corazón hecho añicos…
Y busco palabras y más palabras – la única herencia de ese pasado esfumado – y con ellas pretendo acallar el silbido de mis pulmones arrugados, intento replantear nuevas realidades y así reescribir un presente posible; pretendo, más que nada, hallar de nuevo ese país luminoso que, estoy segura, como dice Leonardo Padrón “respira en lo hondo de las catacumbas y lucha ferozmente por nuestra resurrección”.