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Arturo serna
Photo by: Alyssa L. Miller ©

El payaso

Ramón me cita de nuevo en Parque Lezama. Mientras él toma un helado, me habla del trabajo en la obra y del estado del mundo. Le cuento que estoy buscando el origen del discurso de Perón, que tengo una copia en alemán. “Si la copia está en alemán, este hecho reafirma que el autor fue discípulo de algún filósofo alemán. ¿No te parece?”, le digo. Ramón me escucha con interés pero cada tanto se distrae. El asunto lo aburre un poco. En ese momento no puedo saber que lo suyo es una actuación perfecta.

Cuando cruzamos la calle un auto se detiene a nuestro lado, las ruedas chirrían y un hombre me agarra del saco y me mete en el auto de sopetón. Ramón se sube en el asiento de atrás, a mi lado. La sombra de un hombre me enchufa una jeringa y pierdo el conocimiento. Al despertarme no entiendo lo ocurrido. Tengo la boca seca y amordazada. Sospecho que estamos en un hotel viejo. Un tipo vestido de payaso me interroga. Me pregunta por el discurso de Perón. Me dice que forma parte de una nueva legión de peronistas que esperan el regreso del jefe. Yo  escucho y al principio no digo nada. El payaso se ríe, solo, y en ese instante veo que Ramón entra a la pieza con un traje nuevo. Quiero hablar y no puedo. La tenaza de la tela me arruina la boca. “¿Usted está loco?”, intento decir y percibo que no se entiende. Mis palabras suenan como el balbuceo de un bebé. La tela impide que mis palabras comuniquen algo coherente. El payaso insiste: “estamos esperando el regreso del jefe”. Y continúa:

“El jefe no ha muerto. Ese es un cuento, un mito, una historia falsa creada por los gorilas para tomar el poder”.

Me río y toso.

El payaso me saca la tela de la boca. Sin poder contenerme, escupo y vomito. Ramón me asiste y recibe un chorro del vómito en su traje.

«Ustedes están locos”, digo.

El payaso me agarra del brazo para torcerlo. Me quejo. Luego me agarra del cuello y me golpea la espalda. Ramón le pide que se calme.

El odio por la traición se apodera de mí y Ramón lo percibe. Quizás por eso interviene y le hace una seña al payaso. Este cede.

Trato de escupir a Ramón. El albañil esquiva el escupitajo y se ubica detrás del cuerpo menudo del payaso.

“¿Dónde está la copia del discurso?”, dice el payaso.

Muevo la cabeza en señal de negación. Ramón le dice algo al oído y el payaso se encrespa. Insiste con el pedido. Le digo que si me suelta le puedo dar la copia sin problemas. Curiosamente, el payaso me cree.

Nos subimos al auto. Ramón maneja. Paramos al frente de mi depto. El payaso hace brillar en la oscuridad un arma pequeña. Me asusto. Bajamos. Ramón se queda en el auto. Mientras caminamos hasta la entrada del edificio, siento que el payaso apoya el caño del arma en mi espalda. Subimos las escaleras, lentamente. Abro. Entramos. Busco entre mis cosas la copia del discurso. La boca pintada del payaso se ilumina por un haz de luz errático que viene de la calle. Es una mueca cínica en la penumbra de Almagro. Trato de girar para darle un golpe pero el payaso advierte mi intención y me da una bofetada. Quedo tirado en el suelo sin posibilidad de reacción.

Escucho el chirrido de las ruedas en los adoquines nocturnos.

Me arrastro como puedo y salgo al balcón: veo una silueta oscura en la calle. La silueta levanta el brazo.

Bajo las escaleras. Salgo a la vereda. Ramón me pide disculpas. No respondo. A pesar de todo, se queda conmigo. Tengo la cabeza revuelta y todas las ganas de desquitarme. Un odio clasista me absorbe y levanto mi brazo con el puño listo para golpearlo. Ramón se empequeñece y vuelve a pedir disculpas. Me dice que el payaso lo extorsionó, que le prometió un contrato en una nueva obra. Le digo que no puede traicionar a alguien por dinero. Ramón me dice que todas las traiciones son por quita o por amor.

Nos quedamos callados un rato.

Me explica que el payaso se subió al auto, le apuntó con el arma, le dijo que es un “negro hijo de puta”, que ni loco piense que lo ayudará a conseguir trabajo y que no lo volverá a ver nunca más.

Al rato caminamos rumbo a la avenida. El silencio inquieto inunda el asfalto. Ramón baja la cabeza, apesadumbrado. Él también se siente víctima del payaso. Al fin de cuentas, somos dos lúmpenes en la ciudad dormida.


Photo by: Alyssa L. Miller ©

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