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arturo serna
Photo by: Lauren Fritts ©

El payaso (XIV)

Me bajo en un bosque. La selva es tan abigarrada que no se distingue ni el cuerpo de un elefante. El clima es amable, un poco caluroso. Camino sin dirección hasta que diviso, entre la maleza profusa, una cabaña.

Es la siesta y un conjunto de pájaros sin nombre deambula por el cielo. Me dejo guiar por el vuelo. Camino tratando de hacer el menor ruido posible.

Desde la ventana más pequeña, diviso la silueta encorvada de un anciano despierto. Tiene una pipa en la mano, en la otra alcanzo a ver el cuero de una Biblia. No quiero asustarlo. Me alejo de la ventana. Mis pasos crujen en la maleza del otoño.

Cuando hago un paso más, el anciano se da la vuelta y encuentra mi cabeza en la ventana. Me asusto y trato de esconderme. Desde el hueco que ha hecho mi cuerpo en las hojas, escucho que el hombre abre una puerta y cruza el umbral. Los pasos lo llevan en una dirección primero y luego en otra. Mi corazón da un vuelco. El anciano se hace camino en la vegetación y pisa mi sombra. Levanto la cabeza. Me mira a los ojos. Corre su pipa y me dice que me está esperando.

Me incorporo. Me dice, en un perfecto alemán, que he nacido de la luz del bosque.

Le digo que conozco su teoría del claro. Me dice que está esperando la llegada de una nueva etapa. Le digo que sé a qué se refiere, que los hombres están atrapados en el futuro. Me mira con asombro. Me retruca diciendo que él no me habla del futuro, que está hablando del presente y que ese presente no será diferente del futuro.

Lo miro. Me invita un café en el interior aireado de la cabaña.

Se levanta de la silla y abre una de las ventanas. Dice que debemos dejar entrar a la naturaleza en nuestra existencia, que estamos arrojados al mundo y que no somos cosas sino seres constituidos de pura posibilidad.

Me sorprende escuchar con su voz aquello que me han hecho tragar como un maniático en la facultad.

Le digo que en nuestro país hay una tradición de filósofos alemanes.

Heidegger se da la vuelta, feliz. Su boca es pura sonrisa. Dice que Argentina es un país amigo, que lo han tratado sin prejuicios, que el problema lo tuvo en su propio país con esa burla de la acusación sin razones. Le digo que los argentinos han sido siempre partidarios de la tradición alemana. Heidegger sonríe, otra vez, y dice que no lo han dejado salir, que estaba invitado al Congreso internacional de Filosofía del 49.

Ahora soy yo el que sonríe. Siento que es mi momento. Me levanto y me acerco. Me coloco a su lado. Lo miro a la cara.

Le pregunto si es cierto que no pudo salir o si acaso son puras habladurías. Ahora no sonríe. Se impacienta. Se da la vuelta y se acomoda en una hamaca. Empieza a moverse con un ritmo lento al principio y luego más rápido. Me pongo nervioso. Le digo que no se preocupe, que es un tema del pasado.

Me dice que no, que es el gran tema de nuestro tiempo. Le digo que en Argentina había un discípulo suyo…

Un golpe en la puerta interrumpe el dialogo. Heidegger se levanta y camina despacio, arrastrando los pies. Abre. Son dos hermanitos, dos pequeños rubios. Distingo el rostro de uno de ellos. Es tierno, afable, habla con una pequeña voz aguda. Heidegger me dice que se tiene que ir, que me pide disculpas.

Le ofrezco ayuda. Mueve las manos con lentitud y hace un gesto de negación, simple, sin fuerza. Los niños aguardan en la puerta; cumplen un protocolo.

Me levanto. Heidegger se interna en el cuarto y empieza a acomodar sus pertenencias. Lo interrumpo con el temor de que se enoje. Me acerco al umbral de su habitación. Él me mira. Me hace una seña con la mano, me indica que pase.

Le digo que los niños son hermosos y tiernos. Él me responde sin evasivas, me dice que son de su raza.

Me asombro. Él nota mi estado de admiración. No se preocupa. Sigue con las tareas. Cierra la valija y luego la levanta. Me pide que salgamos al patio. Lo acompaño.

Salgo y escucho que los niños le indican un camino. El viejo filósofo alemán, quizás el último representante de esa tradición que él admira, se va lentamente con los niños rubios. Yo los miro alejarse. Desde el interior del bosque, en un claro, se da la vuelta. Me dice, con voz intensa y agria, que ha ocurrido una desgracia.


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