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arturo serna
Photo by: nik gaffney ©

El payaso (XI)

De repente, no estoy en el balcón. Estoy en un tren alemán o suizo y cruzo la frontera en medio de la nieve. El tren está vacío o eso es lo que parece por el silencio tortuoso que recorre los pasillos. Pido una bebida fuerte y el mozo del vagón trae una medida de vodka. La tomo sin medirme. El tren se detiene bruscamente a pesar de que no hay nadie en la estación.

La neblina se extiende por el andén y produce una bruma insondable. En esa bruma aparece la figura delgada y un poco arrugada de un individuo que, al principio, no entiendo quién puede ser. La neblina lentamente se disipa y la figura delgada se adelanta. Levanta su brazo para saludarme. Sé que estoy solo en el tren. De modo que la figura delgada puede verme desde el andén sin equivocaciones. Soy el único o el último pasajero. La figura delgada me hace señas. Me pide que baje. Cuando estoy pisando el último escalón advierto que ya he visto esa figura, con ese bigote corto, en láminas o en reproducciones de fotografías decimonónicas.

Se presenta. Habla en alemán. En ese instante, yo también hablo alemán. No sé cómo ni por qué puedo interpretar sus palabras. Me dice que viene de la ciudad de Sils-Maria, que ha estado caminando durante horas buscando el parador justo para tomar el tren. Le digo que no tengo propósito, que voy a donde me lleve el tren. Me dice que en eso estoy equivocado, que el universo tiene un sentido, que es el eterno retorno de lo mismo. Sonrío. Le digo que su idea ya ha sido pronunciada en sesudos libros por un filósofo llamado Friedrich Nietzsche. El hombrecito se ríe. No para de reírse. Le digo que lo que digo es en serio. El hombre deja de reírse. Me estira el brazo; yo hago lo mismo. Le digo mi nombre. Él me dice: Friedrich Nietzsche.

No salgo del asombro y el halo de incredulidad se esparce en mi rostro. Me dice que es el propio Nietzsche y que se dirige a tomar el tren. En eso que dice, el tren sale y el filósofo pierde su tren. No se fastidia. Me dice que puede esperar el siguiente. Le digo que no hay certeza sobre la llegada de otro tren. Me dice, parsimonioso, que no importa, que seguramente encontrará la manera de llegar a su destino.

Aprovecho y le pregunto por su hermana, por su familia. El hombre me pide que nos sentemos, que nos pongamos cómodos. Retrocedemos unos pasos y nos sentamos en un banco de la estación. Lo curioso es que no hay un alma en el sitio. Nietzsche se toma el bigote y me cuenta que su hermana se ha casado y que vive en América, en Paraguay. Me explica que se ha ido con la idea de fundar una colonia aria en la selva paraguaya y que a él esa idea le parece descabellada y absurda.

Le explico que eso ya ha sucedido. Me dice que eso es imposible, que nadie puede adelantarse en el tiempo. Le digo que sí. Trato de convencerlo. Pero noto que nadie puede convencer a Nietzsche de una idea que no tiene o que no ha sido pensada por él. De repente me da una palmada en la espalda. Me pide que le cuente cuál ha sido mi viaje, de donde vengo y hacia dónde voy. Le repito que no sé nada, que en un instante he aparecido en el tren, en medio de la nieve, rodeado por el vacío del paisaje, atravesado por la blancura de la frontera.

Nietzsche sonríe, de nuevo. Me pide que me calme. Él ha tenido algunas experiencias similares. Sus amigos han intentado calmarlo de la misma forma que él está haciéndolo ahora. Me dice que un estado de alteración anímica puede llevarnos a ver o a pensar en situaciones inexistentes y que la vida está llena de instantes inesperados. Dice que esos instantes aparentemente inesperados forman parte del círculo de hierro del eterno retorno. Es decir, son solo una ilusión de la conciencia. La voluntad de poder, afirma, es el motor de nuestra vida más allá de lo que podamos percibir o creer y que el tiempo tiene la medida del retorno que nos entrega la felicidad de la eternidad.

Lo miro, asiento mis brazos en las piernas palpando mis miembros. Toco mi cara, como signo inequívoco de incredulidad. Nietzsche mira hacia el costado. Comprueba lo que ya sabemos, que no hay nadie en la estación. Me pide que mire mi reloj porque él no ha traído el suyo. Le digo que no tengo reloj, que así aparecí en el vagón del tren, con el silencio tortuoso e inmanejable, con el ruido agudo de las copas chocando por el traqueteo del tren, con la aparición súbita e inesperada del mozo con la medida de vodka en la mano.

Nietzsche chasquea la lengua. Está claro que, aunque no está alterado, le disgusta no haber traído su reloj. Me pide que no me preocupe, que él pronto resolverá el inconveniente. En ese mismo momento, escucho el traqueteo lejano, inaudible de una máquina en medio de la blanca aureola del horizonte. Nietzsche se roza el bigote y controla el paisaje con el dedo. Mide la humedad en el ambiente.

Yo, en cambio, estoy nervioso. Y no sé por qué. El traqueteo cambia de intensidad. La máquina tiene una forma de oruga sinuosa y negra en medio de la blancura brumosa. Nietzsche mira hacia la aparición negra y rápida. Advierte que puede ser un nuevo tren. Me dice que a pesar de los pronósticos se acerca una locomotora. Le digo que así parece. Los dos nos quedamos estáticos. Él pasa su mano por el brazo opuesto, como si quisiera raspar una herida antigua. Le pregunto qué hará. Me dice que ha cambiado de idea, que seguirá su caminata. Hace un elogio del devaneo y recuerda, sin que le pida, las caminatas de los filósofos del jardín y de la escuela de Aristóteles. Le digo que yo he estudiado filosofía en una universidad del cono sur y que comprendo a lo que se refiere. Asiente, como si supiera, y me dice que quizás me cruce con su hermana en la frontera o cerca del pueblo que ella fundó en la selva. Inmediatamente reconoce que no sabe la geografía detallada del cono sur y que puede estar cometiendo un error. Le digo que no se preocupe, que nadie en Europa conoce al dedillo los vericuetos del mapa latinoamericano. Ni siquiera le aclaro que estamos en tiempos distintos. No quiero insistir con eso.

Nietzsche se para. Toma distancia. Estira su brazo y me saluda con amabilidad. Yo hago lo propio.

El tren se detiene. Observo a través de las ventanillas y compruebo que está vacío.

Me dice que se va, que va a continuar con su caminata. Le digo que ha sido un gusto verlo. Él mueve la cabeza hacia abajo, hace una reverencia corta, y se da la vuelta. Veo la silueta delgada que se pierde en la neblina blanca.

Subo al tren y busco al mozo. No digo nada. Al rato, tengo el vaso de vodka en mis manos. A los pocos minutos cruzamos la frontera que ya habíamos cruzado antes en sentido contrario. Pienso en Nietzsche y en su teoría. El traqueteo inevitable me produce un benéfico estado de duermevela.


Photo by: nik gaffney ©

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