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arturo serna
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El payaso (X)

Esperamos un rato en silencio. El departamento del payaso es amplio y no se parece en nada al de un obrero. Tiene la decoración y los muebles de un empresario. No quise decirle la primera vez que entré que su departamento se parece al de un gremialista de la vieja ola, esos que describe muy bien el cine de Raymundo Gleyzer con su crítica radical a los gremialistas traidores.

El científico entra como un ganador y se acomoda en el sillón más cómodo de la sala. Le pide un cenicero. El payaso se sienta a su lado en una silla alta, como la de un bar inglés. Los dos me miran como si fuera un insecto de laboratorio. No digo nada. Miro hacia el balcón con mi propensión natural a la fuga. El hombre estira su humo en el salón amplio y el payaso, ya incómodo por el silencio largo, se levanta y pone música en el winco que preside la sala, al lado de la puerta de entrada. El hombre le pide un disco de Bach, una parte de la Ofrenda musical tocada por un intérprete que desconozco. Presto atención al ruido de la púa, me entretengo con eso y me distiendo.

El payaso suelta de repente una frase para cortar el aliento ríspido: dice que estamos reunidos los tres por un propósito alto, grande, un fin que va a cambiar la historia de la Argentina. El payaso suele incurrir en discursos altisonantes así que no me sorprende. Sigue diciendo que esta reunión es una reunión cumbre y que aunque a mí no me suene la cara del señor que tengo ante mí él es uno de los físicos más destacados de la región. Lo miro, con respeto, y hago una inclinación con mi cuerpo, con la cabeza, en señal de reverencia. La verdad es que no sé quién es. El hombre es alto y tiene las piernas estiradas en el suelo. Lleva unas medias blancas impecables y un saco de altísima calidad. Los gruesos anteojos le tapan un poco los ojos con esos cristales gruesos, fuera de tiempo. Deja el resto de pucho en el cenicero y carraspea. El payaso termina su alocución solemne y entonces es cuando el hombre dice que es un gusto para él estar ahí. Yo apenas hago un sonido con la boca y cuando empiezo a hablar el payaso me interrumpe y dice que tenemos que acordar una cosa fuerte, intensa, y acentúa la palabra “intensa”. El hombre confirma que él es un físico destacado y, antes de que el payaso meta la pata o diga algo fuera de lugar, el hombre cuenta que está trabajando en física de transportación nuclear. Le pregunto, sin miramientos a quedar como un ignorante, qué significa eso. El payaso sonríe con su típica mueca cínica, esa risa que ahora veo en el ulular de la penumbra como una gran broma lenta. El físico, ahora sé que es físico, se levanta del sillón y camina unos pasos alrededor de la mesa. Luego se acerca al winco y levanta la púa. Dice que la música lo pone un poco nervioso. “Es el intérprete”, dice el payaso.

“No”, dice el físico, “no es eso. El tema es grande y difícil”.

Yo me inquieto. Confieso que en ese momento no sé lo que se viene, no tengo la más mínima señal de lo que me están por proponer.

El payaso dice algo respecto a mi sueño y agrega que necesito una pastilla para dormir mejor. El físico hace un ademán con el brazo luego de dejar la púa en su lugar. Le dice que no se preocupe, que deje eso en sus manos. “Además”, agrega, “es importante que esté bien dormido para el experimento”.

Me alarmo pero hago como que no pasa nada. Me toco la barbilla y tomo la actitud del que medita. Luego intervengo. El payaso cede el silencio y me deja hablar.

Le digo que no entiendo muy bien hacia dónde van.

El payaso retoma la palabra y dice que están pensando en un experimento que va a cambiar la historia del país. Le recuerdo que ya ha dicho eso. El payaso se impacienta. Dice que no es fácil decirlo, que es una cosa difícil, única y escandalosa. Cuando dice “escandalosa” me levanto de la silla y camino hasta la ventana. Veo que detrás del vidrio el balcón se extiende largamente. Pido permiso para atravesar el umbral. El físico camina de nuevo hacia el sillón y se acomoda en el terciopelo azul.

Desde el balcón veo el amplio espectro de la ciudad de Buenos Aires. Recuerdo los versos de Borges y me estremezco. Por un momento, tengo la necesidad de cerrar los ojos. Siento que el físico murmura algo detrás del vidrio. El payaso, supongo, ha puesto de nuevo el disco en el winco. Escucho que la música teologal de Bach inunda la sala y no sé por qué siento que me tranquilizo. Entro a la sala. El físico está sentado al lado del payaso y ambos mantienen un silencio inadmisible. Retomo la palabra. Les pregunto si ya se han puesto de acuerdo. El físico arremete y me dice, de sopetón, sin vueltas, que ha fabricado una máquina para viajar en el tiempo. Me rio. Mi primera reacción es de incredulidad. Le digo que lo he leído muchas veces y que forma parte del sueño de la humanidad y que de ninguna manera voy a permitir que trate de engañarme de ese modo. El payaso se levanta del sillón y levanta la púa y la acomoda fuera del disco. Luego gira y me mira. Me dice que aunque me parezca increíble lo que me está diciendo el físico es una cosa cierta y que por eso había dificultad en decirme lo que tenían para decirme. El físico agrega que las cosas están listas y que han encontrado a la persona indicada para realizar el primer intento. Los dos se miran y luego se callan. Las cosas son demasiado claras y no sé qué decir. Es evidente que me han elegido para “hacer” la primera experiencia.

El payaso dice que además yo no tengo familia y que eso es crucial para decidir embarcarse en la empresa revolucionaria. El payaso lo mira con alegría, lo mira como si ya tuvieran ganada la batalla. Conozco esos ojos brillosos y reconozco ahí el gesto del optimismo que lo embriaga. Le respondo que, como sea, debo pensarlo. Entonces el físico se levanta y va hacia el winco y coloca la púa nuevamente. El payaso, como siempre, hace de cuenta que ya ha ganado y propone un brindis. Ante mi fría mirada, el físico agrega que todo está controlado, que no corro ningún riesgo. Yo, que he participado en diversos hechos de violencia y que huelo en el aire el peligro, sé que cada vez que alguien dice que no hay ningún peligro es porque todos los peligros están a la vista. El payaso va hasta la cocina y trae una bandeja con medidas de whisky. Sabe de mi predilección.

Brindamos.

El físico me cuenta, ya con más confianza, que la maquina es invisible y que solo puede percibirse a través de los sensores que tocan los órganos sensoriales. A veces rozan las pupilas; otras, tocan los orificios de la nariz. En algunas ocasiones son los oídos los afectados. Dice que en todos los casos son los sentidos los que disparan el viaje al pasado. Lo miro, incrédulo, nuevamente y le digo que tengo que pensarlo. Me dice que ya le he dicho eso y que él confía en que voy a decidir contribuir con la causa. El payaso se ha ido a la cocina a buscar algo que aún no sé de qué se trata. El físico aprovecha para acercarse a mi oído. Me dice en un murmullo que no tenga miedo, que él ya lo ha probado y que funciona muy bien. Aparece el payaso con una ronda de sándwiches triples. Brindamos de nuevo.

Ambos están distendidos.

Después el físico avisa que debe retirarse. El payaso lo despide en el umbral. Toca el botón del ascensor, el físico gira su cuerpo apenas y ambos se abrazan. Yo vuelvo al balcón. El vértigo de la ciudad es una calma necesaria. Cuando regreso, el payaso ya está con el teléfono de nuevo. Hace una llamada al sur, a la Patagonia. Termina, corta. Me dice que va a salir todo bien, que el físico es una garantía y que trabaja para la causa. Dice que su abuelo fue peronista y que, aunque el tipo fue gorila en su juventud, ahora mira las cosas de otra manera.

No sé qué tenía la bebida. Lo cierto es que algún efecto narcótico está produciéndose en ese instante. Cuando subo al ascensor sospecho que el payaso le ha puesto a mi whisky una pastilla que me prepare para lo que sigue. Llego a mi departamento con la única intención de acostarme. Ni bien apoyo la almohada me duermo.


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