Estuve releyendo en estos días las historias de Sacks (El hombre que confundió a su mujer con un sombrero) – el mismo de “Despertares” – y encontré, de nuevo, que son hondamente desgarradoras (exactamente como la película…), empapadas de un dolor sordo y una profunda humanidad, aunque guarden un dejo de conmovedora ironía. He hallado bellísima la capacidad sutil de distinguir entre los límites imprecisos de la organicidad del cerebro y la absoluta complejidad de la mente y, sobretodo, he encontrado muy noble el acercamiento respetuoso a la integridad del paciente en cuanto persona y no anónimo caso clínico, observado y descrito a partir de su agudo sufrimiento, a menudo gritado, otras veces mudo e inconsciente.
Dos palabras me han resonado por dentro insistentemente leyendo “La dama desencarnada” y “El marinero perdido”: “desarraigo” y “pérdida” y, junto con ellas, una tercera, “memoria”, que las reúne y las rescata.
Sí ¡El desarraigo es una verdadera catástrofe emocional en la vida de un ser humano! Es la pérdida total de las raíces, mentales o afectivas, no importa; las que nos anclan a nuestros orígenes, al imaginario familiar, a lo conocido; aquellas que nos dan un rostro y una identidad, que definen nuestro lugar en el mundo, que nos permiten hallarnos y reconocernos en cuanto sujetos pertenecientes a una realidad identificada.
Desarraigo es una palabra que conozco muy bien; es el vestido que he puesto en mi maleta hace más de treinta años y que todavía llevo encima, como una segunda piel, marcada por la inclemencia del tiempo y la intensidad feroz del sol del Trópico. Es una palabra que recurre insistentemente en la vida y en la literatura de quienes migran, allá donde no existen patologías neurológicas, sino que se impone crudamente el sufrimiento silencioso del alma de quienes un día decidieron irse…
Desarraigo me transmite justamente el dolor de la laceración abrupta, de las carnes rasgadas y sangrantes, de la pérdida de ese sentido de pertenencia natural e innato (hasta que lo tenemos…) indispensable como el aire que se respira y, por lo tanto, tan angustiosamente necesario cuando nos falta.
Desarraigo es lo que une y distingue a la vez a todos los que se fueron – de un lugar o de sí mismos – agregándolos en una suerte de hermandad universal, cómplice y solidaria, donde sea que se encuentren; unidos por el mismo, palpable, sentimiento de extrañez, de pérdida irreparable, por la misma sensación de saberse diferentes a pesar de seguir siendo los mismos, siempre algo realengos, un tanto vagabundos, a menudo desubicados, como me gusta decir…
Desarraigo se parece mucho a “destierro”. Y es que, precisamente, cuando se arrancan las raíces de la tierra, es la vida misma que se escapa, porque por las raíces corren costumbres, olores, sonidos, imágenes, recuerdos y palabras que ya no están…pero que poco a poco se van sustituyendo con otras, se superponen y se entremezclan hasta sentir que dentro de nosotros conviven más personas, a veces en lucha, otras en simbiosis.
No, no es fácil de explicar y tampoco de entender…
Los tiempos físicos nunca son iguales a los psicológicos y si el instinto de supervivencia exige adaptarse de prisa a nuevos espacios, a nuevos cánones y patrones existenciales, el alma es mucho más lenta; se mueve con torpeza, se tarda, mira a su alrededor confusa, se detiene a lamerse las heridas y a secarse las lágrimas… Sólo cuando cuerpo y alma logran al fin reencontrarse, recomponerse, entonces es posible alcanzar, con mucho trabajo y esfuerzo, cierto equilibrio.
Y el terreno de encuentro es, invariablemente, la memoria entendida no como melancólica nostalgia, sino como el oficio paciente de recordar, como un ejercicio diario de vida. Sólo los recuerdos nos permiten reconocernos, regar las raíces, zurcir lo roto, reapropiarnos de esa otra identidad aparentemente perdida, pero en realidad sólo un poco desdibujada; adueñarnos de nuestro pasado, de todo lo vivido y conservar, sobretodo, nuestra lengua, salvándola de las garras del olvido.
No es fácil juntar los pedazos, recomponer identidades y formas; cuesta mucho tiempo y paciencia y esfuerzo. Unos lo logran antes que otros; algunos ni siquiera lo intentan y dejan su pasado por siempre atrás, sin volver a él ni tan sólo con el pensamiento; en cambio, otros viven sólo en el pasado y la memoria, entonces, es una brújula enloquecida, una enemiga que desorienta, marcando una sola dirección y negando, así, la existencia de un presente ineludible, del aquí y ahora.
Yo creo haber hecho las paces con el pasado y los dos mundos que habitan dentro de mí ya no son más fuente de conflictos ni discordias ni, mucho menos, de inútiles comparaciones sino sólo de inmenso, profundo amor. No soy muy buena en matemáticas (nunca lo fui…) pero entendí sin falta que dos es siempre más que uno y que realidades muy distintas entre ellas pueden armoniosamente convivir y complementarse, como tesoros impagables.
Así sigo siendo la misma, aunque distinta, con el pasado y el presente amarrados con fuerza; con imágenes viejas y nuevas en los ojos, con los sonidos de antes y los colores de hoy y con las dos lenguas que caminan de la mano, siempre juntas, hermanas del alma, listas para socorrerse mutuamente en un intercambio alegre, colorido y generoso.
Últimamente, sin embargo, me he sorprendido a menudo pensando que, tal vez, pudiera/quisiera volver a vivir en mi isla preciosa, con sus silencios ensordecedores y los árboles doblados por los vientos salvajes, esa misma isla que vive dentro de cada uno de nosotros pues “todo hombre es una isla”.