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esteban ierardo
Photo by: Austin Pena ©

El otro sonido

Algunos escépticos creen que el odio es más poderoso que el olvido y el perdón. En eso a veces piensa el viejo Bridge cuando ajusta sus queridos relojes. En su casa aislada en Newry, entre un río y árboles, en el sur de Irlanda del Norte, hace años endulza su soledad con los sonidos de relojes de péndulo. El mecanismo musical de otros tiempos.

En la casa de los sonidos nunca resuenan al unísono. Porque al empezar una nueva hora, cada reloj entona su voz de engranajes con una diferencia de pocos segundos. En veinte años de vida recluida en su casa de los relojes pendulares, Bridge sabe identificar el sonido de cada reloj con quien distingue distintas especies de aves.

Entre sus relojes antiguos, Bridge escucha a diario el sonido de un reloj de 1676 de Richard Towneley, o su variante de George Graham de 1715, o un péndulo de parrilla de John Harrison de 1726.

A veces algún reloj se enferma, y su sonido cede al silencio. Entonces, Bridge acude a sus herramientas para arreglar la avería. Pero nunca pudo “reparar” una anomalía.

De forma imprevisible, entre cada hora, en algún momento contingente, no exacto, escucha otro sonido de reloj, que parece la oscilación de dos péndulos superpuestos y disonantes, y que proviene de una esquina vacía. No es la melodía de alguno de sus relojes conocidos. Sí el de algún reloj secreto, invisible, porque nunca pudo determinar su origen. Tal vez esa sonoridad expresa algún delirio auditivo que padece Bridge, una paranoia sonora, o quién sabe qué.

Pero la anomalía no altera sus sueños o sus rutinas. Goza de los nuevos sonidos que le obsequian los relojes, y acepta convivir también con el otro sonido que viene desde una esquina.

Los relojes pendulares musicalizan el tiempo. Lo temporal no transcurre así solo como segundos, minutos u horas, o como las hojas de un calendario. Los muchos relojes de péndulo crean una atmósfera acústica que parece creada por una orquesta invisible de duendes, o demonios.

No pocas veces Bridge se da cuenta de su vida cómoda y relajada. Al llegar a la madurez recibió la herencia de su tío aristócrata. Desde su cuna, gracias a su fortuna, su tío corrió entre campos de trigo sin saber cómo fructifica una semilla. La herencia recibida le permitió a Bridge romper con el mundo. Cultivar una soledad intencional.

En su juventud le gustaba creer que el paraíso es el orden. Ese orden era el de la Irlanda protestante, bajo el regazo de la madre Inglaterra. La religión está más allá de la política, o es la política superior cuando se acude a una moral religiosa como la más sabia arquitecta de la sociedad. En eso creía y por eso combatió contra los católicos que mezclaron nacionalismo, espíritu independentista y desprecio por la Reina.

Como médico del ejército británico, John Bridge salvó a todos los que pudo en The Troubles, el conflicto norirlandés entre protestantes y católicos, iniciado en los ‘60. Bridge auxilió a los heridos sin discriminaciones. Pero por esto no siempre fue agradecido. Uno de los nacionalistas católicos que salvó lo odió especialmente. Y Bridge no pudo comprender que el indignado era otro Bridge. En una familia dividida por las pasiones religiosas y políticas, su hermanastro quedó del otro lado.

El hermanastro de Bridge, George Bridge, del mismo padre, era unos cinco años mayor. En la infancia y la adolescencia eran inseparables. Respiraban el mismo viento y disfrutaban de los mismos árboles. Pero de a poco, la gangrena del odio religioso y nacionalista ensombreció lo que antes era un real amor fraternal.

George prometió odiar a los protestantes como, antaño, Aníbal juró odio eterno a los romanos. Y con más empeño si era un pariente. Cuando reconoció que quien le auxilió era el otro Bridge, lo escupió; y al regresar a la vida civil no se cansó en difundir desprecio y calumnia sobre su medio hermano que, al fin de cuentas, le había salvado de una herida seguramente mortal.

John Bridge quedó especialmente resentido por el maltrato.  Su escondida misantropía escaló hasta sus ojos al punto de nublar su visión. A sus 45 años, luego de la muerte por cáncer de su esposa finalmente perdió interés por la sociedad. Se conformó con su herencia, con los relojes; y con su casa en las afueras de Newry, cerca de la desembocadura del río Clanrye donde, según una tradición, San Patricio plantó un árbol de tejo como símbolo de la fe cristiana en Irlanda.

Bridge se desentendió de los adelantos de la vida moderna. Y su único hijo tuvo que acostumbrarse a visitarlo en su retiro entre un discreto río y el cercano aroma de los árboles.

De a poco Bridge descubrió el arte de la soledad. Le asustaba, a veces, comprobar que podría vivir sin hablar con otro mortal por semanas o meses; aunque nunca llegó a esa situación. Porque cada dos o tres días iba a Newry a comprar provisiones; y una vez por año se permitía un viaje a Dublin para visitar casas de antigüedades, en los que quizá podría encontrar una nueva joya de engranajes musicales.

En los atardeceres le gusta sentarse sobre una pequeña colina, rodeada por un anillo de hojas y ramas. Entonces, piensa sin pensar. Sospecha que no hay orden sin anomalía. Contempla el horizonte. En esa lejanía se esconde el mar de Irlanda. Y en aquellas aguas, a veces murmura Bridge, todo rencor, toda mala pasión se disolverían.

En ocasiones, en la noche, reemplaza la iluminación eléctrica por velas. Luces trémulas, fascinantes. Y entonces escucha el sonido de sus relojes conocidos, y en cualquier momento, también, la oscilación de los dos péndulos superpuestos y disonantes desde la esquina vacía. Renace entonces el embrujo, y el sabor de algo indecible.

En los tiempos de su formación como médico en Belfast no le fue indiferente la filosofía. Leyó a Kant, Hegel, Kierkeggard, e incluso a autores más laterales, como J.W.Dunne y su An Experiment with Time; o Schelling y su diálogo Bruno.

Le quedó claro que la mente hegeliana veía el mundo como una pradera ordenada de ideas, algunas en contradicción, otras en armonía. Pero no admitía lo indescifrable. Y Bridge presiente que en el otro sonido, del que no sabe determinar su origen, vibra algo más moral que metafísico. No sabe bien qué significa eso. No puede descifrarlo. Solo tiene dudas.

Pero de lo que está seguro es de su rencor hacia George Bridge. No se permite olvidar la agresión, la calumnia, el desprecio, el maltrato, el desagradecimiento.

Y en su última visita en las afueras de Newry, sin quererlo, escucha, que su hermanastro tiene una hija enferma, un esposa devota, y que él también está afectado. Antes de la guerra, George vivió allí, pero luego se marchó al sur, a Dundalk, no muy lejos, en territorio ya de la República católica de Irlanda.

Y a John Bridge muchos le saludan, y siempre le agradecen sus buenos servicios médicos. Ese saber que George escupió y despreció.

John no se siente aislado en su casa de relojes, cerca del río Clanrye. Le agrada que nadie lo moleste, que nadie venga a pedirle consejo o ayuda. La muerte le llegará en una soledad sin deudas, se dice. Eso es al menos lo que quiere creer en una noche de tormenta que ruge sobre el techo y que parece brotar de la garganta oscura del bosque y la carretera próxima.

Entonces escucha un auto que llega. Un primer golpe en la puerta; después otro. Bridge refunfuña. Con enojo entreabre la puerta, mientras detrás uno de sus relojes libera su melodía. Una mujer empapada por la lluvia se presenta como la esposa de su hermanastro. Su hija, la hija de ambos, tiene fiebre alta. Necesita ayuda. Ningún otro médico contestó su llamada. Tomó entonces su auto, hizo el trayecto de unos pocos kilómetros desde Dundalk.

Váyase, le ordena Bridge, hace mucho tiempo que no ejerzo la medicina. Pero, le suplico. Váyase. Lo esperaré en el auto por favor, perdónelo. ¿No cree que es tiempo de olvidar? No. Bridge vuelve a su cama, entre los sonidos de los relojes.

La otra vibración se escucha después. El sonido del reloj sin reloj, el de los péndulos superpuestos, disonantes,  insiste desde la esquina vacía, entre los truenos y la noche.

Bridge se mueve nerviosamente entre los cobertores. El motor del auto se escucha vigoroso, a pesar del rugido de la tempestad. Luego, algo imperioso, sin pensamiento, lo obliga a levantarse. Saca su maletín de otros tiempos. Se abriga lo suficiente. Sube al auto que lo espera. Iré, pero sin palabras.

En el camino la borrasca grita fuera y dentro de su cerebro. La furia de los elementos es un lenguaje que quiere balbucear algo. Quizá nuevas palabras.

La casa está en las afueras de Dundalk. Llegan y ve a la muchacha. Tiene un cuadro de fiebre alta, sí, pero todos sus otros signos vitales no despiertan preocupación. Comprende que solo padece una gripe, no una neumonía mortal.

Cuando deja de concentrarse en la joven, John Bridge teme encontrarse con George Bridge. Pero éste seguramente se ocultó en su cuarto para tampoco verlo. Y antes de acercarse a la puerta, bajo la luz de un gran velador, lo descubre sentado, temblando, con su rostro apabullado por la vejez y el alzheimer. Se acerca. No puede reconocerlo. Su mente existe en el último día, o entre retazos de un pasado deshilachado e incoherente. John Bridge siente pena. No puede revivir el odio. Mira la ausencia del que tanto había aborrecido. En silencio, quisiera excusarse, deshacer un pasado inútil, estúpido.

La esposa de George lo trae de vuelta. En el viaje, John no habla. Pero algo humedece su cara, algo que quizá no sea el agua de la lluvia.

Ya ha vuelto a su casa de los relojes.

Y durante los seis primeros días, le sorprende no escuchar el sonido del reloj sin reloj desde la esquina solitaria. No siente ni pena, ni alivio, ni perplejidad. Se sabe cerca de otra anomalía sin descifrar.

Y al séptimo día, la esposa de George le toca de vuelta la puerta. Le dice que su hija está en clara mejoría. Le agradece mucho la visita en medio de la tormenta. Bridge expresa su contento, y casi quisiera decir envíele un saludo a George. Pero una cadena le impide llegar, todavía, hasta mar abierto, generoso, sin rencor.

Y Bridge atraviesa el mediodía con un trébol entre los ojos. Algo libera espacio en su pecho. Piensa sin pensar, como muchas veces. Por la ventana ve tres nubes que resplandecen, entre la luz y el viento. Y al promediar la tarde siente sueño, se adormece, con el sonido de los relojes de fondo. Y ve a un hombre sentado frente a otro. No hay palabras. Solo miradas. Por el lenguaje de los ojos tienen un acuerdo: la vejez es la última oportunidad de aceptar, de entender.

Bridge despierta, y ve a un hombre que vuelve a Dundalk, y se sienta frente a otro, le lleva un reloj Ansonia de regalo, y acaricia las manos de George, aunque George ya no pueda reconocerlo.

Y cuando se acerca el atardecer, en lo que era la esquina vacía descubre un reloj Ansonia, quizá de mediados del siglo XIX. Lo ve nítido, cercano. Y el reloj suena con otro sonido acompasado, sin disonancia, que se extiende más allá, hasta llegar al mar.


Photo by: Austin Pena ©

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