El Premio Nobel de Literatura 2017 ha sido otorgado a Kazuo Ishiguro, singular escritor británico de origen nipón, al que los lectores de habla hispana se han acercado más por las versiones cinematográficas de dos de sus obras (El final del día y Nunca me abandones) que por el contacto directo con su prosa. Esto, a pesar de que el último título mencionado ha sido considerado el mejor libro del año en el 2005 y uno de los 100 mejores libros de los últimos 100 años, según la Asociación de Libreros del Reino Unido. Dos datos que sirven de aperitivo a una lectura casi obligada tanto para los fanáticos como para los escépticos del galardón.
Nunca me abandones se inscribe dentro del género de las novelas de iniciación o formación; aquellas que nos hablan de atravesar el umbral que separa la infancia de la madurez atravesando el túnel doloroso de la adolescencia. El tema es una herida en sí misma: los seres que cruzan ese pasaje espinoso nunca serán los originales porque no saben quiénes eran antes, ni quiénes serán después. Pues de heridas va llena la novela: la de la identidad desconocida, buscada y trágicamente hallada, la de la manipulación de la mente individual y social, la de la soledad elegida y la de la soledad impuesta, la de la intolerancia, la de la presencia del otro que nos exige construirnos frente a él, sin ser él, sin ser nosotros, sin ser nada. Porque este triángulo de amigos juveniles que va mostrándonos su andadura a medida que va haciéndose, cada uno, frente a frente, frente a los demás, es un no-ser, una nada. Son clones de un tiempo indefinido, que han sido elaborados para suministrar sus órganos a una humanidad impaciente por vivir más de la cuenta al precio que sea. Ellos son el precio. El precio es no ser, siendo. No existir, existiendo. No sentir, sintiendo.
Esta sorpresa no se la espera ni el más agudo de los lectores. Empezamos leyendo una historia convencional, donde tres muchachos ( Kathy, Tomy y Ruth) recluidos en un típico internado inglés, tejen unas relaciones de compañerismo, rivalidad y cariño entre ellos, y con el conjunto de sus otros compañeros y autoridades, sin que nada merezca un interés más agudo que seguir el hilo de una historia que se nos va enrareciendo en los sentidos a medida que va mostrando el hueso: estos niños son criaturas fabricadas para alimentar egos que necesitan alargar la vida sin ningún motivo altruista. El narcisismo se ha ido tragando al sentido común, en esta sociedad que vive un tiempo sin tiempo. No hay señal de que sea el futuro, pero sabemos (o creemos) que no es el presente; sin embargo, se anota la década de los 90 como señal cronológica dentro de la historia, y eso para nosotros es el pasado. A la inquietud por una práctica sacrílega se une este juego atemporal que se hunde en la herida: estamos deshumanizándonos hace rato y no nos hemos enterado.
La novela se divide en tres partes. La primera, nos cuenta la etapa de formación de los tres amigos, en la voz narrativa de Kathy, primera persona que va a guiarnos por toda la obra y que echa mano de recuerdos que brotan de recuerdos para dibujar un espiral de remembranzas en forma de remolino sereno. Pura memoria que se mete a pulso en el pasado del pasado y va abriéndose camino con la esperanza de construirse en cada curva. Y allí, se erige como bastión , Hailsham, la institución, el colegio, como una diosa que protege y acoge a “los especiales”, los chicos que serán educados para dotarlos de alma y probar que en violar límites nadie nos gana, y si vamos a cometer crímenes contra-natura, pues apretemos el acelerador y diseñemos un proyecto que haga clones conscientes. Conscientes de que no pertenecen a nada , de que nadie los amará, ni amarán a nadie, de que son monstruos desechables, de que dan asco y miedo, de que son juguetes bonitos sin pasado ni futuro. Aberraciones. Por muy bien o mal que dibujen por mucha poesía que reciten, por mucha música nostálgica que bailen son una nada bien hecha, una nada prescindible que no deja huella, de la que nadie se acordará aunque gracias a ella algún ser que decimos humano seguirá respirando para mayor gloria de un mundo incomprensible.
La segunda parte cuenta el momento de transición, cuando los estudiantes salen de Hailsham y pasan un corto período en Las Cottages, especie de granja lejana que los hospeda por un tiempo antes de partir a cumplir con sus funciones: donar órganos hasta agotarse o ser acompañantes de los donantes, hasta que toque el turno de ser vaciados. El cruce del umbral hasta cumplir su destino retrata la búsqueda del origen para comprobar el horror: sus “posibles” modelos se eligen entre la escoria de la sociedad: prostitutas, borrachos, delincuentes de toda calaña son los originales de estas copias. Asustados, ingenuos y desolados estos recipientes dulces, indecisos, rabiosos e inquietos como cualquier joven, inventan la teoría de que si se enamoran se les concederá la gracia de un aplazamiento a su sentencia de muerte a plazos. El amor entabla de nuevo su imperecedera batalla contra la desaparición que amenaza con borrarnos de todos los mapas. Si amamos seremos inmortales, aunque sea por un rato. Si nos aman, añadiremos un ratito más. Pero no, la revelación de Madame y la Srta. Emily, (entusiastas miembros de las autoridades y del proyecto clonador con alma incluida) será aplastante. Cosas, son solo cosas. No hubo forma de probar que tenían alma y no hay ninguna posibilidad de que, de hecho, la tuvieran. Caso cerrado.
La última parte, cuenta el periplo de Kathy cuidando a Ruth y a Tomy, donantes de primera mano que van desprendiéndose de sí mismos en cumplimiento de la ley. Ruth morirá, físicamente, en primer turno. Para Tomy y Kathy el momento de socorrerse por amor habrá llegado muy tarde. Su conexión mutua y con el mundo ha sido solo una ilusión. La buena salud social se apoya en su condición, en el secreto de sus vidas no vividas: impiden que se extingan los seres naturalmente vivos que los desprecian. Como nuevos Frankensteins son creados desde la mezquindad, cosificados y degradados para que no se interrumpa la parodia social que llama vida a una farsa sin sentido.
Los clones pueden ser todos los diferentes. Diferencias raciales, de género, religiosas, económicas o políticas convierten a enormes grupos humanos en “otros”. Otros que repugnan a la razón de los privilegiados. Otros que se deshumanizan frente a los argumentos del poder. Otros a los que separamos, expulsamos, negamos o silenciamos porque no los entendemos. Otros que cuestionan nuestra identidad y la ponen en jaque. Otros con los que se divide el mundo entre “ellos” y “nosotros”. Otros que se debaten entre el miedo y la vergüenza porque muestran que somos vulnerables e indignos.
Nuestra condición de personas depende de la apertura al otro. De la marca que deja el vacío que intentamos llenar o tapar. De cuánto me importa el otro y cómo me afecta. Mi razón de ser exhibe la alianza que hago con los demás, se me parezcan o no. Y para ello se necesita coraje. Y amor. Parece que de ambas cosas no estamos sobrados. No hacen falta clones para saberlo.