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alan riquelme
Photo by: bluesbby ©

El once de mi equipo

El once de mi equipo no era ni de cerca un jugador más de la planilla que firmábamos antes de cada partido. El once de mi equipo era, sin exagerar, la mitad del equipo.

Las estadísticas lo marcaban, la ecuación era muy simple; cuando él jugaba, ganábamos, si él no jugaba, perdíamos. El once de mi equipo tenía todo lo que un jugador y un entrenador necesitan en su equipo. Incluso tenía cosas de sobra, como por ejemplo la navaja que llevaba en su bolso a cada partido o entrenamiento. O también, la gran dosis de alcohol que su padre consumía cada día. Ninguna familia es perfecta, y acá no estamos para señalar a nadie con el dedo índice. Pero, a mi parecer, el once de mi equipo, merece un reconocimiento.

Era admirable ver su pierna izquierda impactar el balón hasta hacerlo llegar a la otra línea del campo de juego. Convengamos que, en la época en la cual compartimos vestuario con él, teníamos entre 10, 11 y 12 años, y ninguno de los demás jugadores podíamos cruzar la cancha de punta a punta de un pelotazo. Él era extremadamente rápido de piernas y de mente. Hacía lo que quería. Y hasta me animo a decir, que ni él, ni ninguno de nosotros (sus compañeros) éramos conscientes de la gran cantidad de recursos con los que contaba a la hora de jugar al fútbol. Al balón le pegaba con una fuerza impresionante. Saltaba más alto y corría mas rápido que el resto de los jugadores del campeonato. Pero… (como en toda historia siempre hay un pero) al once de mi equipo se le trababa la mente más seguido que a los 10 jugadores restantes. Hoy, que miro hacia atrás, creo que era normal que su mente se blanqueara ante el más mínimo acto de injusticia. Es que el once de mi equipo sufría mucho fuera de la cancha. Todos en el barrio sabíamos del problema del padre y sus consecuencias, como por ejemplo, las golpizas a la madre del jugador estrella. Jugador estrella que, casi por obviedad, terminó estrellado. El padre, como todo borrachín, era un hombre muy bueno cuando estaba sobrio, aunque estos eran los lapsus más cortos de su vida. Buena persona y mejor albañil. Pero cuando una gota de alcohol entraba en su torrente sanguíneo, era como cuando su hijo encaraba a los rivales, imparable. Una gota de vino y todo se desmadraba. Y así como existe la gota que rebasa el vaso, aquí se hacía presente «la gota que vaciaba la damajuana». Y una vez que esa gota empezaba a hacer su trabajo, no se salvaban ni la madre, ni la hermana, ni el perro del once de mi equipo. Ni siquiera, el once de mi equipo.

La carrera futbolística del zurdo habilidoso, concluyó a la precoz edad de 13 años. Una tarde en la cual ganamos el clásico a nuestro archirival por 4 a 3. Con tres goles de la estrella del cuento, y uno mío, pero el mío fue en mi propio arco, cosas que pasan. Al finalizar el encuentro, tomamos unas gaseosas con galletas que nos compró el entrenador. Luego nos fuimos cada uno para su rancho. Como me quedaba de pasada, acompañé a mi ídolo hasta la puerta de su casa. Allí se escuchaban gritos, llantos y forcejeos. Algo habitual en el barrio, y principalmente en esa casa. El padre borracho, como casi siempre, golpeaba a la madre y la acusaba de puta. Yo escuchaba que le recriminaba que su hija era puta por culpa de ella. Y que ese embarazo de la chica de 15 años le costaría la vida a la madre. Como no podía ser de otra manera, todo este suceso, se llevó una vida por delante. Es que el once de mi equipo no pudo contenerse en la trifulca, y como si fuese un golpe al balón, no dudó en estampar con la misma fuerza, la pala que su padre usaba para trabajar, en la nuca de este mismo, al enterarse que el hijo que esperaba su hermana, era del mismísimo abuelo de la criatura.


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