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Fabian Soberon
Photo Credits: August Brill ©

El olvido y la memoria

Mercedes tenía cuatro tías solteras. Le pregunté por qué eran solteras. Y me contó una historia festiva pero no me respondió.

¿Querían ser monjas?

No, para nada, dijo. Eran maestras. Por el tono con el que lo dijo parecía que allí había un indicio inasible de la soltería eterna. Pensé que mis dos tías habían sido maestras y que una de ellas fue soltera hasta su muerte súbita. ¿El oficio de maestra, la dedicación plena a los niños, aleja las melifluas pretensiones del amor conyugal?

Mercedes hizo varios silencios prolongados durante la conversación. Miraba por la ventana y se quedaba prendada de los rayos tibios que venían del cerro.

Le pregunté por la importancia de la vejez y me dijo que ella tenía un misal con las edades de la vida. Supongo que conectó la ancianidad con la llegada de esa etapa crucial y con el sentido de la existencia.

Levanté mi taza de café y bebí un sorbo. Ella se distrajo para hablar con Silvia, una de sus hijas.
Luego dijo que tenía que ir a la pieza a buscar el misal. Se paró con dificultad y caminó lentamente. En la pieza pidió ayuda. Le dijo a Silvia que no recordaba para qué había ido hasta ahí.

Volví al curioso funcionamiento de la memoria. Aunque tengo noticias de muchas personas que padecen Alzheimer, el olvido súbito de Mercedes me impactó. Me conmovió ser testigo de un hiato repentino y cruel. El olvido –o lo que sea que produjo la vacilación de Mercedes– generó una ausencia de sentido en la acción que ella había iniciado antes. Qué telaraña lenta y perezosa es la memoria. Si Mercedes puede vivir sin memoria, qué sentido tiene que exista la memoria. Reflexioné que todos, de alguna forma, olvidamos trivialidades. Y provocamos olvidos programados, planificados e injustificados. Es decir, existen múltiples olvidos. Lo impactante de esa tarde fue el desfasaje imprevisto, desligado de la acción inmediata.

Mientras Mercedes buscaba su misal, conjeturé que la memoria está indisolublemente ligada al olvido. Memoria y olvido son dos exergos de la misma moneda. ¿Por qué nos empeñamos en separarlos? ¿Por qué nos causa tanto miedo pensar en el olvido como un pozo sin sombra?

Tal vez Nietzsche tenía razón. El olvido es necesario para la felicidad. Si estamos de acuerdo con el alemán, el olvido involuntario (lo que llamamos enfermedad) es una búsqueda inconsciente y silenciosa de encontrar felicidad a través de un medio secreto y subterráneo.

Después de leer su misal, Mercedes sonrió. Esa risa fuerte y prolongada le agregó un toque impensado a la conversación. Yo había ido a hacerle una entrevista para un libro. Y Mercedes me devolvió una sonrisa estruendosa y lúcida, unos lapsus inmanejables, unas historias desopilantes. Me dijo que su primera crónica había sido publicada por el desparecido diario El Trópico, patrocinado por la Universidad antes del arribo de Perón.

Un día vino Evita y quiso cerrar La Gaceta, dijo. Decían que venía con esa idea fija.

Sospeché que ante el fracaso de la misión, optó por cerrar El Trópico.

Ahí me trasladaron a la Escuela Sarmiento, agregó.

Volví con el asunto de las tías.

Eran muy devotas, comentó serena.

Tenía el misal entre los dedos y no lo soltaba.

Mercedes esculpió un silencio largo con sus ojos tibios. Miró al cerro y dejó que el sol de otoño rozara sus manos y su cara. Me dijo que estaba feliz con su vida y que había hecho lo mejor que había podido.

Le pregunté por el sentido de la vida. Miró hacia arriba, como si quisiera alanzar con los ojos ese Dios que había invocado esa tarde.

Yo estoy muy agradecida, dijo. Una idea de Sándor Marai me invadió al instante: “El gran fracaso de la vida no es que uno al final se dé cuenta de que se ha equivocado. Es mucho más desmoralizador pensar que no haya otra manera de actuar que equivocándose”. No pude no contrastar la anotación de Marai con la actitud estoica y en cierta medida epicúrea de Mercedes.

Entre las palabras de la tarde, me inquietó no la evocación demorada y jubilosa de los paseos de Mercedes por San Pedro hasta llegar a la Iglesia sino su fortaleza anímica y esa enjundia para pensar su ocupación de escritora a largo plazo, esporádica, casi casual, como si fuera un río sin porqué.

Cerca del final, Mercedes invocó a la prudencia, como Fernando Pessoa, como solo podía hacer ella misma. Le pregunté por qué escribía. Con los hombros levantados, dijo:

No sé.


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