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Photo by: Alexandru Paraschiv ©

El New York de otra galaxia

Levantar la mirada en la ciudad y no encontrar sus estrellas, no me quita la sensación de imaginarlas y soñar con volver verlas. Los astros y el mar, tienen un profundo significado, quizás porque crecí observándolos, recurriendo a ellos como un oráculo que respondía mediante cometas, satélites artificiales o silencio. En esta ciudad tengo mucho mar y poco de estrellas. Cuando deseo buscarlas camino por el gran Reservoir, lo orillo lentamente buscando sensaciones y recuerdos que se contraponen cuando, desde el extremo norte del lago, observo la gran ciudad que parece un gigantesco parque de diversiones y yo un torpe niño que quiere jugar. No me ha ido muy bien con los astros, pero sí he disfrutado de maravillosas tormentas eléctricas, y después de todo, caminar por Central Park es una experiencia que en nada se compara con la disincronía constante de la ciudad. Otras veces, camino por la quinta avenida y entro al parque por la 85 St., observando los detalles que desde la vereda puedo rescatar del “Templo de Dendur”, luego sigo por detrás del MET entre la foresta hasta llegar a mi “Ángel de las Aguas” en la Dethesda Fountain. Es en la noche, cuando su figura se torna abstracta, irreal, un sombrío espejismo que me estremece. Es en la oscuridad, cuando más me gusta estar junto a ella. Durante el invierno, cuando la nieve cubre sus alas, cuando estamos en medio del intenso frío y quedamos completamente solos, es en esos momentos cuando más disfrutamos de nuestra compañía. A veces, ella observa el cosmos con una desoladora nostalgia, eres muy valiente, le digo y ella con una sonrisa me responde: todo es infinito, y la viajera cautiva vuelve a mirar hacia el cielo cubierto de nubes plomizas, pardas, iluminadas por una ciudad que se resiste al descanso.

¡Look up! Me gritó una noche que me sentía atrapado en un presente tan cierto que no podía llorar, mientras golpeaba con mis puños la nieve, ¡Look Up! Me gritaba mientras se agitaba de formas irreales para librarse de la fuente, ¡Look Up! seguía gritando mientras sus alas se batían tan grandes que parecían tapar el cielo entero, ¡Look Up!  hasta que logró zafarse de la base y de un salto bajó para abrazarme.

Cuando era adolescente y trataba de buscar una explicación sobre el mundo, una más razonable que la religión y los libros del colegio, encontré en el local de libros usados, ese en el cual, en invierno, había que entrar como si lo hiciera a un congelador, pero que tenía un cálido olor a humedad de libros añejos, en ese vetusto lugar de la ciudad de Concepción, que más bien parecía una bodega, una revista española con un artículo sobre el “Polvo de estrellas”. Como no tenía dinero, lo leí escondido aprovechando que la dueña estaba en la caja pegada a la estufa a parafina. Esa tarde de invierno de principios de los años noventa, descubrí que casi todos los átomos y componentes químicos de nuestro planeta y de nuestro cuerpo como el carbono, hidrógeno, o el nitrógeno, provienen de estrellas que dejaron de existir hace ya miles de millones de años. Ese día descubrí que somos parte del universo. Pero también descubrí que por efecto de la velocidad de la luz, las estrellas que vemos, pertenecen al pasado. Esos astros son espíritus, pensé. Esa tarde  de invierno de principio de los noventa, salí del local con una extraña sensación de nostálgica felicidad y sin pagar un puto peso por la lectura.

— Si somos parte del universo, ¿Cómo crees que es el New York de esa otra galaxia?—Le pregunté a mi ángel una noche que conversábamos sobre el polvo de estrellas.

—¿De Andrómeda? Me preguntó enigmática.

— Si, de Andrómeda, puede ser.

Ella levantó la mirada lenta y errática, como buscando en medio del cosmos ese lugar que alguna vez conoció y cuya ruta había olvidado, hasta que se detuvo en el norte, entre las constelaciones de Pegaso y Cefeo, y comenzó su relato:

“En la Galaxia de Andrómeda, existe un planeta con una ciudad llena de rascacielos que en realidad son hologramas que cambian de forma cada día, desaparecen y aparecen nuevos edificios según la creatividad de sus habitantes que sueñan día tras día una metrópolis diferente. Los neoyorquinos de Andrómeda pertenecen a una sociedad sofisticada y por lo tanto disfrutan más el placer del tiempo y la compañía que el consumo instantáneo; entonces, los hombres descansan en sus parques de gigantescos árboles para gozar de sus sombras y extraños colores, también a leer o imaginar esos rascacielos que mañana darán forma a su ciudad por un solo día.  A veces observan a alguna chica que les ha gustado, y cuando se dan cuenta de la mirada certera y provocadora, ellas rehúyen nerviosas y dibujan girándulas en las cornisas de los rascacielos o trazan descabelladas formas en las azoteas. Observar la ciudad es algo que se queda por siempre en tu mente. Sus habitantes nacen para soñar y en eso se les va gran parte de la vida. Proyectan, dibujan y desdibujan, y vuelven a crear los proyectos de sus vidas como el aventurero que cambia de destino. No existe el transporte que conocemos, porque sus mentes pueden viajar donde quieran, entonces entenderás que todas las construcciones de la ciudad son monumentales adornos que solo proyectan las refinadas sensaciones de sus propias vidas. También hay un ángel, como yo, en cada fuente de cada parque, porque sea el planeta que sea, el agua y admiración por los viajeros del cosmos es parte importante como la muerte.

—Entonces —le pregunté confundido— ¿en qué se parece este New York con el que me describes?.

Ambas ciudades están llenas de fantasía, inspiración y están habitadas por auténticos y grandiosos creadores.

Y si vinieran, ¿que crees que se llevarían?

“Si estas pensando en construcciones victorianas, art-deco, museos, o rascacielos, ¡olvídalo! Probablemente se llevarían sensaciones, un souvenir de imágenes, como escenas de películas para luego compartirlas con sus amigos. Pienso en la discreta mirada de Audrey Hepburn frente al Tiffanys de la Quinta y 57, la torpe carrera en calzoncillos de Mikel Keaton por Times Square o el aleccionador orgasmo de Meg Ryan en el Katz Delicatessen, allá en el Lower East Side. Imágenes solo imágenes es lo que se llevan hasta el final de sus vidas. Aunque pienso que también se llevarían esos misteriosos jardines ocultos allá arriba en las terrazas de los grandes edificios.

Y si ellos quisieran llevarte, ¿te irías con ellos?… ¿te irías?

Miró hacia el cielo donde el ruido de un avión que pasaba sobre nuestras cabezas, deslizándose entre las nubes como un delgado tiburón alado, nos distrajo por unos segundos.

—Si, me respondió esquiva.

Desde aquella noche, cuando miro hacia el norte, pienso en el New York que me relató mi bella ángel. Pienso muchas cosas, algunas de ellas tristes porque estoy seguro que no me lo ha dicho todo. A veces pienso que ese New York, ese de la otra galaxia, quizás ya no existe y que nunca podré conocerlo. ¿Qué será de ellos ahora? El polvo de sus fantasías, sueños y alegrías ¿estarán dando vida a un nuevo planeta? Luego miro la fuente y pienso en algo menos ambicioso, pienso en quien me acompañará a buscar las estrellas de Nueva York cuando mi ángel se haya marchado para siempre.


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