Publicado en España por la editorial Verbum, El mundo después de Alejandro Varderi, es el quinto y último volumen de una saga familiar novelada en la que se relata el devenir de los numerosos personajes que recorren sus páginas, circulando por diversos paisajes, lenguas y geografías. La novela comienza con un pensamiento de Charlotte Bronté: “What am I to do to fill the interval of time which spreads between me and the grave?” Se abre así un relato de trescientas cuarenta y ocho páginas divididas en tres partes; las dos primeras con catorce capítulos y la tercera con once. En sus páginas se leen las consecuencias de la emigración española a Venezuela durante los años cincuenta, y se le da voz a la generación de los padres y a la de sus descendientes, quienes regresaron a España huyendo de la represión, la crisis económica y la violencia en busca de un futuro mejor para ellos y los suyos.
La novela transcurre entre Caracas, Nueva York, Madrid y Barcelona y se centra en los eventos políticos, sociales y culturales en estas tres ciudades, sobre todo en la ciudad de Caracas a principios del nuevo milenio, ya que esos años marcan la pérdida del progreso económico que la nación había acumulado durante cuarenta años de democracia. Alejandro Varderi combina con suma maestría lo biográfico con la ficción para dar vida a personajes que oscilan entre países y culturas con un bagaje existencial preñado de preguntas sin respuestas, y se ha sumergido en ese magnífico ejercicio de la memoria que es esta novela, pues es a través de ir hilvanando las huellas de la memoria como los personajes se desvelan y reflexionan sobre un pasado político, social o personal, en busca de un sentido a su presente.
Presente siempre en el imaginario de Varderi es el tema de la migración porque, como ha declarado en alguna ocasión, él mismo es “un producto de esa ‘desterritorialización’, ese desarraigo que sienten quienes han vivido entre diversas lenguas y culturas”. Todos en El mundo después, viven en lo que Edward Said ha llamado una “condición generalizada de desarraigo”, en un mundo de diásporas y de flujos culturales transnacionales en el que las identidades están siendo desterritorializadas, o en el que, más bien coexisten en los sujetos varias identidades y territorialidades, y en donde las líneas entre el “aquí” y el “allá” se desdibujan. Se pone entonces en evidencia lo que Zygmunt Bauman llama la “modernidad líquida”; un tiempo sin certezas, un mundo fragmentado de escasa coordinación que revela una identidad ondulante, resbaladiza, acuosa. Y así, en El mundo después, se relata cómo la vida, los conceptos, las certezas, son hoy más inestables que nunca, y de ahí ese desconcierto existencial del individuo huérfano de referencias consistentes.
Los efectos del paso del tiempo, las pérdidas afectivas, el papel de los miedos internos encuentran espacio en estas páginas. “Cuando te haces mayor pierdes las ilusiones”, recordó Pere Ribot que le había sentenciado Albert Font al llamarlo desde Caracas para felicitarlo en su cumpleaños. La única ilusión de Pere Ribot era la de recibir la llamada de su hijo Nicolás. Sorprende la minuciosidad de los detalles que definen las costumbres, los anhelos, los sentimientos; los apegos a una vida anterior, en Caracas o en Nueva York, de los personajes que transitan por estas páginas, que sueñan, recuerdan, sienten, mientras continúan con su labor en el oficio de la vida.
A lo largo de la novela, se van sucediendo momentos de la vida de los numerosos personajes y cuando la memoria irrumpe parece que el personaje vislumbra en sus reflexiones los misterios sumergidos bajo una cotidiana trivialidad. Los recuerdos comprimen las vidas pasadas de los protagonistas en unos segundos, son memorias que relatan lo acontecido a lo largo de los años, y toda una vida puede transcurrir en el tiempo que se tarda en tomar un café con carquiñolis o en recoger la mesa del desayuno. También las preguntas más hondas y filosóficas ocurren en los momentos más cotidianos, como Simón, quien se pregunta ¿Qué he hecho yo con mi vida”? (28) mientras se come un helado.
En cualquier momento puede surgir el recuerdo, ya sea saltando de la cama de buena mañana o haciendo yoga en el jardín. A Camila, por ejemplo, le asaltan los recuerdos al limpiar el polvo de unos retratos, o al frotarse el cabello mojado recién salida de la ducha haciendo converger su brillo con el haz de luz proveniente del sol de la tarde. Incluso las cosas inertes parecen tener vida al convertirse en recipientes de memorias, como los muebles y electrodomésticos de Mercè, quien perdió “los puntales de sus recuerdos más queridos” con la venta de sus muebles y electrodomésticos antiguos por parte de su nuera, quien los había reemplazado por otros más modernos al mudarse, precisamente, a la casa de la misma Mercè (22). Y cada vez que actualizan un recuerdo, se convencen de algo, llegan a la conciencia de una verdad, forman juicios, creencias, opiniones… adquieren la convicción de que esto o aquello es así o no es así, de que tal cosa ha sucedido o no ha sucedido, en una palabra, de que esto o aquello es verdad o no es verdad.
Y es que la memoria nos hace quienes somos. Como diría Gaston Bachelard “en ese teatro del pasado que es nuestra memoria, el decorado mantiene a los personajes en su papel dominante”. Entra en juego el tema de la identidad. En la modernidad líquida, se da la necesidad de hacerse con una identidad fluida y versátil que haga frente a las distintas mutaciones que el sujeto ha de enfrentar a lo largo de su vida. Hay que ser líquido para sobrevivir. Como los personajes de El mundo después, hay que ser vitalmente flexible, adaptarse, ser circunstancia o ser lo que hay que ser en cada momento. “Somos algo cambiante y algo permanente”, dijo Borges reflexionando sobre Heráclito. “Somos algo esencialmente misterioso. ¿Qué sería cada uno de nosotros sin su memoria”? Y comentando una frase de san Pablo en la que declaraba “muero cada día”, el escritor argentino dijo que “la verdad es que morimos cada día y que nacemos cada día. Estamos continuamente naciendo y muriendo”. Un ejemplo de ello lo tenemos en Vicente, cuya flexibilidad, cuya capacidad de amoldarse a las circunstancias del momento, “le había permitido sortear el caudal de obstáculos hacia el éxito” (47).
A medida que avanza la novela va cruzando varios puentes en el vacío. Mezcla la ficción con la experiencia personal, trayendo al texto los recuerdos de lecturas y recuerdos de la realidad, convirtiendo su obra en un tapiz de diversas bifurcaciones donde se fusiona material ficcional, documental, autobiográfico, ensayístico, histórico, siendo el material no-ficcional de la vida una de las tantas representaciones de la ficción universal. Y nosotros los lectores no podemos evitar simpatizar con todos estos personajes. Simpatizar o empatizar. No son personajes de ficción ajenos e independientes de nosotros, no solo los leemos, sino que los pensamos y los vivimos, penetran en nosotros y aceptamos esa vida que palpita en las palabras.
Texto leído durante la presentación de la novela en McNally Jackson Bookstore