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Daniel Campos
Photo Credits: Juan Zamora ©

El momoto cejiceleste

Me mecía a media mañana en la hamaca nicaragüense de tejido multicolor cuando un momoto se posó en una rama baja del mango más cercano. Se quedó allí quieto, permitiéndome que lo observara en detalle. No era un momoto común (Momotus momota), en cuyo plumaje predominan los verdes en el dorso y los azules en las alas y en las dos largas plumas de la cola.

Este momoto era más pequeño. Tenía vientre anaranjado rojizo, pecho verduzco oliváceo con una mancha negra en la garganta rodeada de un anillo turquesa y máscara negra con una lista celeste sobre los ojos. El ala derecha, que yo podía ver, era también verduzca con extremos turquesa y la cola de dos plumas largas con raquetas turquesa. Se trataba de un momoto cejiceleste (Eumomota superciliosa), el ave nacional de Nicaragua y El Salvador, también habitante del Pacífico costarricense.

Antes de que apareciera el cejiceleste en la rama del mango, yo estaba preguntándome por qué en este cambio de año me había tocado estar tan quieto, sin poder nadar en las deliciosas aguas del Pacífico, ni caminar por el bosque tropical en el parque Carara y visitar a mi amigo, un gigantesco árbol espavel. Son rituales que me permiten iniciar el año en movimiento lúdico, imaginar posibilidades y proyectar planes.

Había tenido que estar quieto, en la hamaca, contemplando el entorno. A lo sumo, había regado los árboles y plantas de La Libélula, nuestra chacra familiar, al caer las tardes, cuando el sol gentil y la temperatura aún cálida me permitían ambular sin que los senos congestionados me latieran y retumbaran como corazón despechado. ¿Por qué? La pregunta me había inquietado e incomodado.

Quizá la respuesta me la trajo el momoto. Se quedó quieto en la rama del mango por bastantes minutos observando el vergel. Al contrario de los soterreyes nuquirrufos (Campylorhynchus rufinucha), mosqueritos amarillos (Capsiempis flaveola) y reinitas de manglar (Setophaga petechial), que se mueven constantemente de rama en rama y árbol en árbol, los momotos se posan y observan su entorno por largos períodos de tiempo. Procuran identificar insectos grandes o pequeños reptiles y anfibios. A veces mueven como péndulo resplandeciente las raquetas de su cola. Cuando alzan vuelo, se disparan como flechas para recoger sus presas con sus picos.

Mi amigo cejiceleste me acompañó por largo rato. Se mantuvo atento, escaneando con la mirada lo que buscaba sin distraerse con los saltos de los soterreyes y reinitas a su alrededor en el vergel. Luego, sin dudas y completamente decidido, alzó su vuelo en dirección al árbol de mamón criollo, en busca de su presa.

Supo esperar por lo que quería y no involucrarse en el incesante movimiento de otras aves. No se dejó enrollar por los confusos ires y venires e indecisiones ajenas. Observó, contempló y cuando atisbó su objetivo, su acción fue certera. Quizá mi amigo, en ese momento, se convirtió en mi aguzado maestro para el nuevo año.


Photo Credits: Juan Zamora ©

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