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abraham pepe
Photo by: Luca Sartoni ©

El Mimo (V)

El Mimo puso una mano sobre la pared invisible y empujó con fuerza. Al mismo tiempo una cómica expresión mordió el esfuerzo de su quijada y su frente comenzó a chorrear sudor. Como no pudo mover el muro con una sola mano se apoyó de la otra y empujó con más ganas. El show iba a la mitad y el Mimo ya tenía a los espectadores aburridos. En el ambiente comenzó a flotar un sentimiento de incredulidad y entre la audiencia se soltaron unos murmullos de desaprobación al acto por el que habían pagado con dinero de mentira. Las miradas de los niños comenzaban a escudriñar los trucos tan falsos y pretenciosos, los exagerados impulsos y el tan anticuado espejo de representaciones. Los ojos del Mimo se inyectaron de vergüenza. Cuando todos pensamos que al artista se le habían esfumado las ideas, una ola de ingenuidad nos asaltó desde la tarima y sentimos el impacto del esfuerzo invisible con el que el Mimo soplaba para que la pared de aire por fin se desplomara ante nuestras arrugadas muecas. Pero fue inútil. El show era patético.

Unas horas antes, a las cuatro de la mañana, me había llamado la pareja sentimental de mi amigo. Levanté el auricular con el susto enrollado en la lengua. La voz del otro lado me habló con la respiración agitada. –Ven por el Mimo, me dijo, que ya se lo van a llevar a la cárcel. Colgué y me vestí. Salí a prisa. El Mimo vivía a menos de media hora caminando desde mi casa.

­Cuando llegué, desde afuera escuché que el Mimo le decía a alguien, –Yo soy un hombre que lee la Biblia. Abrí la puerta y vi a un policía recargado sobre el marco de la entrada de la cocina. Otro estaba en la recámara hablando con la pareja del Mimo, su conversación era inaudible. El Mimo iba y venía por el pasillo, sacaba ropas de un closet y metía sus juguetes y sus acrobacias invisibles a un cofre de madera y piel de chivo. Cuando entré la mujer de mi amigo gritó, –¡Ah!, ya era hora. Luego sin el menor gesto de agradecimiento, y con el tufo de aliento alcoholizado, mi amigo me pidió que le ayudara a meter sus ropas en un saco de lana que estaba en la sala. El oficial en la cocina me saludó y me preguntó si yo era pariente del Mimo. No dije nada, lo que contestara podría haber sido usado en mi contra, o en todo caso en la del Mimo. Mi amigo le exigió al policía que me dejara en paz y luego me preguntó que si ya tenía su ropa lista, yo sólo moví la cabeza. Entonces me pidió que bajara el cofre primero. El oficial desistió de interrogarme y continuó escribiendo el reporte.

Bajé el cofre por el elevador, éste pesaba como si el Mimo guardara en él cuerpos invisibles. El silencio de la madrugada se partía con la voz del Mimo que se escuchaba desde el tercer piso del edificio. Dejé el cofre junto a la entrada y cuando iba de regreso la puerta del elevador se cerró. Luego la lucecita con los números parpadeó en el 1, después en el 2 y se quedó quieta en el 3. El golpe de los frenos cimbró los cimientos del edificio. Hubo silencio. Momentos después la misma luz con los numeritos recorrió su trayectoria en cuenta regresiva. El Mimo y los policías bajaron juntos. Cuando el elevador estaba en el lobby, desde adentro salió la voz de uno de los oficiales cortada a la mitad de su conversación, la recomendación para el Mimo fue no volver en un tiempo. La puerta se abrió y mi amigo me entregó el costal de lana con su vestuario. Entre los dos arrastramos un baúl y dos cajas de cartón rotas amarradas con manos torpes y un mecate viejo. Acomodamos todo afuera del edificio, al borde de la banqueta. Los oficiales me preguntaron que si yo me haría cargo del Mimo, les dije que sí y se marcharon. No sin antes advertirnos de las consecuencias que un intento de acercamiento al departamento podría resultar en el arresto de mi amigo.

Cuando nos quedamos solos le pregunté al Mimo cuál era su plan. Mas él en silencio sacó del bolsillo de su chaleco una cajetilla de cigarros y encendió uno, se sentó sobre el baúl y fumó en paz. Dio una calada larga mientras miraba la calle vacía, luego levantó la cara y observó la negrura del cielo. La blancura de su maquillaje estaba demacrada, la imagen parecía como si la Luna se hubiese caído. Yo sé que él veía algo, los mimos siempre ven cosas que uno no puede ver. El Mimo expulsó el humo y dijo, –En estos momentos me interesa más sumergirme en la depresión que ir en busca del perdón, es que la tristeza me ata los pies y el orden me aterra. Después se puso de pie. Abrió el baúl y sacó unas cortinas de terciopelo, las extendió a un costado de la acera y formó dos parches, después sacó del cofre sus juguetes, sus trucos, unos títeres y armó una especie de carpa. Las cenizas de su cigarro se aferraban al filtro, la cara arrugada del Mimo parecía llorar, obviamente las lágrimas de un mimo también son invisibles. Luego sacó su maquillaje y un espejo roto en forma de rombo, se retocó la frente de blanco, el mentón y parte del cuello. La nariz y los párpados los pintó de negro con algo que parecía grasa para zapatos.

De un momento a otro el Mimo comenzó un acto improvisado. Boxeó con los títeres. Bailó con una muñeca de trapo de tamaño natural y cantó con voz inaudible un bolero con una guitarra vieja y sin cuerdas. Y en los momentos más ridículos el Mimo mantuvo su acto. Sus ropas quedaron regadas en la banqueta. Sus juguetes rotos y aterrados quedaron recargados sobre una pared con manchas de orina, los trucos más tontos y su falta de gracia se escurrieron por la banqueta y se le escapó el talento por la alcantarilla. Una rata mordió a uno de los títeres y una paloma nocturna le cagó en el hombro al Mimo. Y para colmo no había plan, no había intenciones de limpiar el bochornoso acto y tan patético estado en el que se encontraba el Mimo. Los dos estábamos sumergidos en la ridiculez. Pero el Mimo es tan terco que siguió actuando para su audiencia invisible.


Photo by: Luca Sartoni ©

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