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abraham pepe
Photo by: it was what it was ©

El mimo (III)

Cuando era niño el Mimo leyó en los periódicos una nota sobre una manifestación de estudiantes que había terminado en tragedia. El año 1968 terminaba y el movimiento estudiantil se desangraba. En 1971 hubo otro acontecimiento de represión que terminó por silenciar, temporalmente, a la mayoría de los inconformes. Pero el Mimo no se involucraba en esas cosas, él no era como esos revoltosos. Él más bien se estaba formando en el arte de la mímica.

Unos años después, en una tarde cuando el Mimo se encontraba en la Alameda Central, donde ensayaba sus actos, una pequeña marcha de la comunidad homosexual se formó a lo largo de la avenida Juárez. Cuando los colores y los chiflidos eran más perceptibles, sobre cada una de las aceras grupos de curiosos se amontonaron para mirar a los manifestantes. Era un espectáculo fabuloso, los integrantes de la marcha eran vistos como si fueran parte de una caravana cirquera que se dirigía hacía su carpa para la gran función. Algunos maleantes, que nunca faltan y siempre andan en el lugar indicado, al ver lo que sucedía comenzaron a lanzar granadas insultantes. Los gays respondían con sonrisas y saludos cosquillosos. Brazos morenos decorados con joyas y uñas pintadas se sacudían en el cielo. Los curiosos les echaron escupidas mucosas y les mentaron la madre a uno por uno. Pero los que marchaban siguieron su ruta orgullosos y luciendo sus ostentosos vestuarios enderezaron su dignidad intocable a pesar de los agravios. Por la Alameda flotaban burbujas de colores y el olor del dulce de algodón y elotes hipnotizaba a todos mientras un par de largas pestañas aleteaba alegre como dos mariposas en vuelo enamoradas de la contaminación. El Mimo vio todo y cuando terminó la marcha corrió a su barrio a contarle a sus amigos lo que acababa de suceder en la ciudad.

Eran los años 80. Aún no se hablaba de brutalidad policial ni de abuso de autoridad por parte de los oficiales responsables del cuidado y el orden público. Y no se hablaba de ello no por que no existiera, sino porque en la ciudad reinaban el terror, el crimen; las represalias. Era como una película, nadie combatía contra las influencias, el dinero y el poder. La mayoría de los ciudadanos estaba doblegada ante el orden impuesto por el gobierno y sus autoridades.

Dentro de los acontecimientos políticos y culturales de la época, el Mimo era cada vez más mimo. Adelgazaba porque se sometía a rigurosas dietas que lo mantenían flaco, así podía actuar mejor y su corte y confección se acomodaban artísticamente a la mímica y su anatomía. Asimismo, a nuestro mimo le comenzaba a gustar el trago y eso atraía problemas. En una farra con los amigos, mientras celebraban algo en una cantina de barrio, el Mimo quiso dar una demostración de su arte pero como ya estaba pasado de copas, y el dueño del establecimiento era de un temperamento nervioso, no dejó que el Mimo actuara y lo corrió del lugar cuando éste protestó. El acto causó inconformidad en aquel mimo y sus amigos, y afuera, en plena calle y bajo una llovizna vidriosa, el Mimo y sus camaradas insultaron al dueño de la cantina y a su mujer. Hubo golpes, mordidas, rasguños y empujones. La policía llegó al momento, los oficiales arrestaron y se llevaron al Mimo a los separos de la delegación. Pero como eran los años 80 y algunas de las delegaciones aún no contaban con la infraestructura remodelada después del terremoto del 85, los policías trasladaron al Mimo a un módulo de seguridad que había sido improvisado como celda de castigo.

El Mimo pasó dos días encerrado. Al tercero, cuando fue puesto en libertad porque los cargos en su contra no eran tan graves, recibió un manotazo en la cabeza y una patada en las nalgas. ¡’amonos!, le gritaron los policías. El Mimo salió derrotado, aún con el maquillaje, aunque desparramado, y con un aspecto tétrico se fue a su casa. Estaba hambriento, con la resaca aún punzándole en las sienes y la garganta seca.

Cuando llegó a su barrio afuera de la vecindad había una patrulla. Dos oficiales forcejeaban con un hombre. Una mujer, vestida con un camisón con flores, gritaba que dejaran a su marido en paz. Cuando el Mimo se acercó reconoció al hombre, quien ya estaba tirado sobre la acera con el pecho contra la suciedad y la rodilla de uno de los policías sobre su espalda. El hombre estaba inmovilizado y sollozaba, gritaba que lo dejaran ir, que él no había hecho nada malo. El Mimo dejó caer su maleta, la primera maleta donde cargaba su vestuario en esos años, y se acercó con agresividad a los oficiales. “Este hombre vive aquí, yo lo conozco”, dijo el Mimo. El policía con la rodilla de acero sobre el llorón no se movió, el otro oficial empujaba a la señora, que aparentemente era la esposa del acosado. El Mimo gritó, “Este hombre vive aquí. ¿Qué ha hecho?”. El policía logró controlar a la mujer y entre gritos pudo explicarle al Mimo que el acusado estaba vendiendo dulces sin permiso. “!Por Dios!”, ladró el Mimo. “De eso vive. Tiene que comer”. Pero sus reclamos recibieron como respuesta la cita de un código penal.

Al Mimo se le proyectó la vida en los ojos amenazantes del oficial. De repente su cuerpo voló contra el uniformado que tenía la rodilla sobre su vecino y lo tacleó. Rodaron por debajo de la acera, el Mimo y el policía forcejearon unos minutos hasta que el Mimo de dos puñetazos noqueó a su contrincante y este quedó tendido a mitad de la calle con los brazos abiertos. Luego el Mimo se paró y corrió a tomar al otro policía. Hubo gritos, ladridos de perro, sonidos quejumbrosos que emitían un chillido animal. El Mimo amansó al oficial y lo desarmó de su radio y su revolver. Entonces el uniformado corrió a toda prisa mientras gritaba “auxilio”. La calle se había llenado de curiosos y desde las ventanas de los departamentos muchos fueron testigos pero eran mudos, indiferentes.

El Mimo se acercó al señor y su esposa, les dijo que lo mejor era que se metieran a su casa y no salieran en unos días. Después tomó su maleta y echó un vistazo al interior de la patrulla, no había nada, las llaves no estaban a la vista. Luego se acercó al noqueado y le chequeó el pulso. “Esta vivo”, dijo con cierto alivio y se fue.

Así el Mimo se convirtió en un mito. Pero en el barrio no volvieron a verlo, sólo se rumoró que se había ido a Nueva York.


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